REFLEXIONES «TXIRRINDULARIS» XLIV. POR QUÉ LO INMEDIATO NO SATISFACE Y POR QUÉ LO QUE EXIGE ATENCIÓN SE VALORA MÁS (ERMITA «SAN MIGUEL» DE ELEXABEITIA, ARTEA)

Publicado: 31 julio, 2022 en Artículos Opinión, CICLISMO

Ermita «San Miguel» de Elexabeitia (Artea)

Estoy frente al PC un sábado a las 6 am. Es la hora a la que me levanto un fin de semana para prepararme con el objetivo de salir a pedalear. Estoy escuchando, a volumen bajo para no molestar a la vecindad, el Tubular Bells II de Mike Oldfield (Reading, 1953). La primera vez que lo escuché fue en la adolescencia, grabado en un casete virgen que aún conservo.

Posiblemente, sea uno de los trabajos musicales que más me gustan del genio inglés. También fue el primero que escuché de su extensa discografía. Cuando escucho a un artista por primera vez (y me gusta) se suele convertir en mi favorito. Me pasó con el Tunnel of Love de Bruce Sprinsgteen. También lo sigo conservando en grabación de casete. Desde la lógica, almacenar estas reliquias no tiene sentido, porque ocupan espacio y porque la calidad que me ofrecen las nuevas tecnologías es superior sin discusión alguna. Pero, no es solo por un tema nostálgico que las guardo; me obliga a recordar algo importante: el valor de las cosas.

¿Y qué valor tiene algo (casi) en desuso?

Porque recuerdo la parafernalia de buscar el casete elegido en un cajón de mi habitación, sacarlo de la caja, acomodarlo en mi cadena musical, rebobinarlo (esto podía durar uno o dos minutos) y darle al play. Y si no sonaba bien, se debían limpiar los cabezales. Todo esto era invertir tiempo. Y cuando se invierte tiempo para disfrutar de ellas, las cosas se valoran más.

Lo mismo sucede con los vinilos que aún tengo. Aunque con el sonido analógico no debato, no tiene competencia; para mí, es el mejor. Tiene la capacidad de envolverte en las notas musicales de una manera que no tiene parangón con ninguna tecnología digital.

Y con los discos pasa lo mismo que con los casetes: se precisa un tiempo para disfrutarlos (un protocolo que explicaré más adelante).

Este ejemplo de valorar más lo que nos rodea cuando hay un esfuerzo de por medio es aplicable a cualquier aspecto de nuestra existencia.

Las relaciones personales, por poner otro ejemplo.

Ahora, con las aplicaciones de citas (Tinder, por citar el más conocido) cualquier persona tiene un abanico enorme de posibilidades para «elegir». Bueno, las mujeres (que son las que, en general, eligen) y los hombres que físicamente estén de diez (de estos hay muy pocos). Pero ya se sabe (por estudios científicos) que una cantidad excesiva de opciones para elegir suele venir acompañada de bastante frustración.

A mí me pasa ahora cuando voy a comprar un helado. Cuando era crío no tenía ese problema. Existía un póker de sabores: chocolate, nata, vainilla y fresa. Y punto. Ahora tienen hasta de sabor de patatas fritas. Y ya se sabe el dicho: «el que mucho escoge, lo peor coge».

No obstante, como no soy un adonis, con las mujeres no tengo el mismo problema que con los helados. Lo que sí observo es la amargura que provoca este tipo de aplicaciones, porque veo que el resultado es que, en vez de acercar a hombres y mujeres para interrelacionarse más, los han alejado.

Creo que es por lo mismo que he dicho antes: no hay inversión. El conocer a alguien (pero de verdad, no solo superficialmente) requiere pasar tiempo con esa persona, exige una paciencia y una atención que considero que no se está en disposición de dar. ¿Para qué si puedo, con mi aplicación de citas, dar a next y ver qué es lo próximo que se me brinda?

Buscamos lo inmediato (tenemos los recursos para ello), y la ironía es que nada nos satisface.

Ya se vislumbra la luz del día en mi casa. Aún debo bajar la basura y comprobar que mi bicicleta está preparada para el reto de hoy (presión de ruedas y poco más, que no soy mecánico). Pero cuando regrese de quemar asfalto, voy a pinchar un disco de rock nacional.

Sí.

Creo que se me va a antojar.

Tengo una veintena de vinilos aproximadamente (a diferencia de, por ejemplo, buscar grupos españoles en Youtube, que me ofrece cientos de miles posibilidades y no sabría ni por dónde empezar) y me complaceré del protocolo de sacar el disco de su funda, limpiarlo de polvo, quitar residuos (con tacto y suavidad) de la aguja de mi vintage cadena musical, darle a girar al tocadiscos y ¡magia!

Un ritual maravilloso que me procura tanto goce como el momento en que la música (analógica) empieza a sonar.

Hoy os invito a desplazaros conmigo hasta la ermita de «San Miguel» de Elexabeitia (siglo XVI), perteneciente al municipio vizcaíno de Artea. El principal carisma de este santuario es que su torre campanario y su fachada principal son de madera (menos el tejado). Su arquitectura se basa en una sola nave y un pórtico envolvente, y en la fachada delantera tiene adosada una torre de tres campanas con inscripciones del siglo XVII.

En el interior nos encontramos varias imágenes: dos estatuas del Arcángel San Miguel, en madera policromada (una gótica y otra de estilo romanista), una Virgen y un Cristo crucificado, como los elementos más destacados.

Si algún lector desea conocer más de este bello patrimonio histórico puede acercarse en su festividad, que es el 29 de septiembre. Los orgullosos vecinos la suelen celebrar con una misa en el templo, acompañados de los txistularis del municipio.

¡Salud y pedales!

Spoiler, al regresar pinché dos discos: 1100 Bel Air Place (Julio Iglesias, 1984) y El mar no cesa (Héroes del Silencio, 1988)