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Posando con algunos de mis trabajos (Librerías y Amazon)

Esta época en que no nos relacionamos tanto de manera física, sino digitalmente —a base de las diversas aplicaciones sociales: Facebook, TikTok, Instagram, etcétera—, es perfecta para que las personas tóxicas hagan de las suyas. Sí, perfecta. ¿Por qué? Porque antaño los narcisistas, los egoístas y los sociópatas lo tenían peor para medrar. Estos individuos debían confrontar en la vida real con el resto de los mortales. Y así era más fácil verles el plumero. En cambio, hoy se escudan tras una pantalla que ofrece una primera impresión engañosa y es más sencillo que nos manipulen para sus espurios intereses.

Pensando en esto, señalaré a continuación diez lecciones atemporales que cualquier joven puede aprenderse para evitar a esta gente nociva y, además, para brillar en una época tan oscura como la actual, la posmoderna. Me dirijo más hacia los imberbes porque los adultos —generaciones X y Boomer— que todavía no han empollado de qué va esto de “pasar por aquí”, ¡qué rabanos!, ya no lo van a hacer.

Atentos, porque lo que os voy a contar, ¡metéroslo bien en la cocorota!, es oro puro (vale más euros que pelos tengo en el bigote).

  • Las apariencias engañan. Sí, es un dicho sabido por todos, pero rara vez le prestamos atención. Hay gente que presume un aire de honestidad y decencia muy marcado. Si es así, ¡desconfía! La gente digna no gasta energías en demostrarlo, porque es parte de su naturaleza. Sin embargo, los que son unos batracios indignos, necesitan un plan sibilino: cultivan una imagen de honradez para encubrir su toxicidad. Lo mejor sería que nos fijemos siempre en lo que las personas hacen —ahí está el poder— y no en lo que nos dicen o pretenden hacernos ver.

«Por sus frutos los conoceréis, ¿acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos?».

—Mateo 7:16

  • Si tienes una habilidad no la ofrezcas “de gorra” y mucho menos a gente que no lo merece. Lo gratis nunca es apreciado. Así que, si tienes un don, estímalo como merece y, automáticamente, la gente lo valorará.
  • Asume que en esta vida todos competimos contra todos. Sí, ¡vaya papeleta!, ¿verdad? Pero es que lo hacemos ¡a cada rato! Esa zarandaja new age de que «competir es malo» no te la tragues. Si estás leyendo esto —en vez de otra cosa— es porque lo has elegido, lo has seleccionado por sobre otros artículos. La vida es un gran mercado y la única verdad es “la oferta y la demanda”. Hay una cosa que —más pronto que tarde— debes aprender: en la lucha no enseñes tus cartas (excepto en la seducción, y no siempre). (Puede que desarrolle este tema en otra entrada). Recuerda que esconder tus intenciones y jugar a ser impredecible te da poder y ventaja sobre tu contrario, ya sea este un particular, ya sea un colectivo.
  • Para complementar el tercer punto, recuerda que en el deporte no siempre gana el más fuerte; gana el MEJOR. Y “el mejor” contiene una mezcla de muchos atributos: fuerza, maña, oportunidad, astucia y pericia, y también inteligencia y estrategia. Este último concepto —estrategia— es clave.

«Aparenta ser débil cuando eres fuerte y fuerte cuando eres débil».

—Sun Tzu [«El arte de la guerra»]

  • No dejes que tus emociones te subyuguen, o los tortazos que recibirás serán “de alivio”. Sobre todo si eres hombre. (A las mujeres se les perdona más este pecado). Recuerda que tras cada emoción hay una reacción lógica. Antes de actuar, analiza el porqué de esa emoción y, si aún ves que no vas a poder controlarte, no seas mendrugo y pon “pies en polvorosa”, lárgate a la seguridad de tu casita y ¡quédate solo! A la larga lo agradecerás, porque alguien que no puede fiscalizar públicamente sus trastornos —ni sus palabras— en un momento de desquicio, pierde valor y respeto.
  • Este punto va ligado al anterior. Toma las decisiones de tu vida desde la racionalidad. ¡Siempre! Una mala decisión nacida desde las tripas podría no tener arreglo jamás, o incluso —en ciertos lugares y en el peor de los casos— acabar como cliente del servicio de pompas fúnebres.
  • No malgastes tu tiempo, ni tus energías, con fanáticos, ¡con gente que está como una regadera! El precio es demasiado alto y la paz mental es un imperio a proteger. Es mucho más sano quedarte en el bar de tu amigo Pepe calentándote a base de tragos de cazalla. Mofas aparte, escribí sobre esto en un post anterior titulado «Por qué la ideología es ausencia de criterio propio y crucifica la razón». (Os invito a echarle un ojo).
  • Separa los amigos de los objetivos de vida. Los amigos son para esto, para la amistad. Pero para tus sueños profesionales rodéate de las personas más capacitadas que puedas, las cuales no tienen porque ser —tal vez sea mejor así— tus colegas.
  • Cuando tengas un problema con un grupito, ve directamente a confrontar con su líder. Todos los colectivos tienen un gurú. Hay un pastor y los demás son ovejas sin cerebro que sólo repiten mantras y eslóganes como papagayos, sin analizar qué rábanos dicen. Por resumirlo en un ejemplo: si tienes una contrariedad en un circo, habla con el jefe, ¡y no con los payasos!
  • Averigua tu misión de vida. Todos tenemos un propósito. Indaga cuál podría ser el tuyo y sacrifícate por él. Tener un objetivo es una respuesta a nuestro paso por el mundo, es esencial. Esto te va a ofrecer algo más importante que la felicidad: te va a regalar paz. Por eso las ideologías —tiranías mentales y espirituales— florecen en épocas de pocos valores; cuando abundan las personas que carecen de una moral fuerte, de una ética sólida que les guíe a entender que, mayormente, estamos aquí para servir a los demás —no desde la esclavitud, sino desde la libertad—. Y para esto se exige sacrificio, ¡pero sacrificio voluntario!, en algo —más intangible que material— que nos engrandezca. La vida puede ser sufrimiento, pero cuando hay un objetivo es llevable, amén de disfrutable.

«Mi yugo es fácil y ligera mi carga»

—Mateo 11:30

Ahora van dos recomendaciones esenciales. Bajo mi punto de vista, sin ellas lo que has leído antes no tiene el menor valor ni recorrido.

  1. Apegos genuinos. Si tienes amigos que te quieren consérvalos; si tienes una mujer/hombre que te respeta, mantente a su lado. Como dije en el punto tercero: competimos todo el rato. Esto quiere decir una cosa primordial: a la mayoría de la gente no le importas “una mierda” si no puedes hacer nada por ellos. Eso es el 99,9% de las personas que pasarán por tu existencia. No obstante, el 0,01% restante es vital. ¿Por qué? Porque da sentido a la vida y vence al 99,9%. Piensa que una simple llama triunfa sobre la oscuridad más densa. Por eso hay que conservar esa luz a toda costa: las personas que amas y te aman; ¡o caerás en el nihilismo más atroz!
  2. Tu relación con Dios. (Muy relacionado con el punto 10). Enfócate en tu misión, porque en la concentración está la eternidad, y es en la eternidad cuando eres uno con Dios. Las casualidades no existen y estamos aquí para algo. ¡Recuérdalo!, Dios te ha creado y lo que quiere para ti es lo que más te conviene. Cuando no sabes qué hacer, no hay nada como rezar o detenerte ante las señales divinas. La fe en Dios es el arma más poderosa. Lo contrario, es el infierno.

«Cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa».

—Gilbert Keith Chesterton

¡Ójala les sirva esta entrada a los más jóvenes! (El posmodernismo que sufren es una tiranía tan sutil como aterradora para las libertades individuales).  Ellos viven un presente tóxico, en que un Estado —la Matrix— cada vez más enorme, ¡más elefantino!, coarta su libertad y —desde bien pequeñitos— les ha enseñado-obligado a autocensurarse. En tiempos woke es complicado saber comportarse, porque todo es relativo, ¡maleable!

¡Salud y pedales!

*Si deseas saber más sobre la posmodernidad totalitaria (y censora) y crees en la información como herramienta creadora de mentes con criterio, te invito a leer mi ensayo: ««JESÚS, EL HOMBRE MODERNO. 10 «leyes» para sobrevivir a tiempos posmodernos»».

Ritxard Agirre – https://ri2chard.wordpress.com/

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«Tubo del Bolintxu» (Bilbao, Vizcaya)

Se acercaba la medianoche, y mis párpados rogaban ya bandera blanca. Pero, ¡misión peliaguda!, quería seguir trabajando en mi próximo libro. Así que tenía que trazar un plan. Y rápido.

En estos casos urgentes tiendo a resolver a lo cafre, es decir, recurro al mate. Me preparé la yerba y el agua caliente, y su efecto enseguida invadió mi cuerpo. Estaba listo para aguantar unas horas más y pasar la noche a mis anchas.

Aquel capítulo era un poco bellaco. Se me estaba rebelando y colmando mi paciencia, pero quería dejarlo liquidado. Pensé que un poco de música de fondo también podría colaborar y puse mi playlist. Comenzó a sonar Paradise by the Dashboard Light1. ¡Válgame Dios!

Con los primeros acordes me vino hasta su olor. Recordaba lo hedonista de su piel y su carne que había llegado a volverme, y supe que ya no me iba a concentrar. Entonces, me quedé momentáneamente sin aire y recalculé las posibilidades.

¿Y si era hora de partir peras y luchar escribiendo sobre aquel pasado affaire? Y es que el Cosmos es sabio y, a menudo, nos invita a sanarnos.

Tomé el primer sorbo caliente del mate —el más bribón y amargo— y mis dedos empezaron a danzar sobre el teclado.

– – –

Aquel día la vi accidentalmente —si esto del azar es posible— en el patio de un colegio. Ella iba a recoger a su niña de siete años; y yo le hacía un favor a mi hermana haciendo lo mismo con mi sobrino de seis. Al vernos, supimos que iba a suceder. Y sucedió. Porque cuando hay conexión no existe escapatoria; de modo que el cortejo no es más que un invento, una bagatela, para los corazones poco convencidos.

Ella (no diré su nombre porque soy un caballero) estaba casada y era madre de dos hijos. El mayor, un rapaz de diecisiete años que la traía por la calle de la amargura, era —me confesó— su ojito derecho. (Porque así son los niños botarates, pelmazos y algo gamberros: ellos cobran su carácter con amor).

Mamá y esposa eran su presente; dos poderosas razones por las que, en mi juventud, me dejó.

Pero una vez resueltas sus ambiciones tradicionales, yacía conmigo aquellas tardes en las que explicaba a su familia que «se iba a correr». Siempre me pregunté si, del mismo modo, se lo decía a su pareja con doble sentido… o no. Pero nunca se lo comenté a ella. No quería parecer un zángano maleducado, un entrometido; y, además, uno es, obviamente, un romántico incorregible. Y es que la paz y la felicidad de uno son las hijas de “saber cerrar el pico”.

Los años habían pasado por su cuerpo con elegancia y el deporte había afinado y endurecido sus muslos. Para haber dado vida un par de veces, hacía gala de un sorpresivo vientre plano.

– – –

Dejándonos de tantas monsergas y yendo al grano, en aquellas tardes de falso jogging ella se convirtió en mi musa. Confieso que cuando me abandonaba —por la seguridad de su marido y el calor de sus retoños— no escribía ni una línea. No, su hechizo no era efectivo aún. Pero al día siguiente garabateaba lo mejor de mí.

– – –

Todo iba, digamos, bien. Hasta que una tarde le pedí (ya saben ustedes) algo «especial».

—Siempre fuiste un pervertido —me espetó.

—¿Y te molesta? —le dije, poniendo cara de fingida perplejidad, cosa que se me da bastante bien.

—¡No seas cretino! ¡Al contrario! Pero es que nunca lo he hecho por ahí, ni siquiera con mi pareja.

Pensé en recular, por si el buen rollo reinante estuviera en peligro. Sin embargo, ella no me quitó ojo, ni desvió la mirada, mientras pensaba su respuesta.

—¡Lo vamos a hacer!

—Bueno, nena, no es necesario…

—Sí, sí que lo es —insistió.

Su tono me dejó sombrío. Algo ocurría. Y no tuve que esperar mucho para averiguarlo.

—Te voy a dejar. Mi marido está mosca. Tonto no es y algo se huele. Y puede que mi vida con él sea aburrida y, en ocasiones, decepcionante; pero le amo.

Ahora era yo quien la observaba, madurando en mi cocorota una réplica a la altura de las circunstancias.

—Eh, entiendo…

—Y no quiero perderle.

Asentí  como sólo puede hacerlo alguien que hace mucho adivinó que hay descubrirse ante los golpes de la vida. Esas hostias que uno recibe son maestros. Y la experiencia me había enseñado que, cuando pintan bastos, es mejor dar respuestas escuetas que arriesgarse con balbuceos incoherentes.

—Lo comprendo, de verdad.

Ella pensó un momento antes de continuar; y me susurró bajo, como si a las paredes les hubieran crecido orejas.

—Quiero que no me llames más; ni me pongas en peligro, ni te acerques a saludarme cuando me veas por la calle. Sé que lo cumplirás y, por eso, quiero que tengas algo exclusivo de mí. Y lo vas a tener, pervertidillo mío.

Con ese argumento final me ganó. Por eso y porque, dejémonos de sandeces, su culito siempre fue un rico manjar. De repente, sonó la pegadiza melodía de Paradise by the Dashboard Light en mi equipo de sonido y se puso a bailar desnuda. Por detrás, la acompañé, abrazándola, olfateando su perfume mientras el contoneo de su trasero —que me recordó, en cierto modo, a las gatas y su lenguaje de apareamiento— buscaba la lujuria en mi sexo. Cuando este empezó a responder como los bíceps de Popeye, ella, con expresión felina, me preguntó:

—¿No tienes algo que ayude a que… no me moleste?

—Lo tengo.

—Lo sé, me habría decepcionado si no lo tuvieras. ¡Era una pregunta retórica!

Saqué un gel especial para estos casos que ella impregnó bien alrededor de su ano virgen. Y yo hice lo propio con mi pene. Entonces, se me puso a cuatro patas.

—Así no, nena. Es menos doloroso si te colocas de lado.

—¿De lado?

—Sí, haciendo «la cucharita».

Me miró entrecerrando los ojos y con una sonrisa pícara.

—Eres incorregible. Quieres hacerme el amor incluso sodomizándome.

—Lo sé, nena. No tengo remedio…

Pronto hará un año de nuestra «despedida» e ignoro su paradero. No volví por el colegio. Mi hermana no ha vuelto a pedirme el favor de recoger a su hijo. Y, si alguna vez pretende dejarlo caer o insinuarlo, me hago el mameluco o le digo que estoy ocupado. Porque creo que lo mínimo que puede hacerse por una ex-amante es respetarla.

– – –

Cuando el mate se acabó, me tomé un descanso en la terraza para percibir el saludo de los primeros rayos de luz. Venía un día caluroso de agosto. Miré de soslayo mi PC.

En este ordenador he escrito —mientras empinaba el codo bastantes veces— muchas golfadas: algunas verídicas, otras imaginativas y, la mayoría, una mezcla de ambas.

En ese instante lo decidí. La nueva novela podía esperar e iba a terminar de dar forma a aquel borrador. Tal vez como un relato romántico. Y lo iba a programar, aunque aún quedaba mucho tiempo, para la entrada de San Valentín de mi blog.

¡Corcho! ¡Ella me lee! Lo hace —según me reveló— en las horas muertas del trabajo y, otras veces, antes de dormir. ¡Sapristi! ¡Le haré el amor una vez más! Y será —gracias a esta pequeña narración traviesa— de forma atemporal. Porque, muy cuca ella, —y, seguramente, tampoco para nada al azar— no me hizo prometer que no escribiera. Y porque, nena, un hombre puede amarte por siempre a pesar de no volver a hablarte jamás…

[1] Canción de 1977 compuesta por Jim Steinman e interpretada por Meat Loaf y Ellen Foley

*Puedes descargarte, gratuitamente, este relato: MI MANERA DE AMARTE SIEMPRE de Ritxard Agirre 

**Y si te gustó, puedes echar un vistazo a este otro: DOS FUGITIVOS de Ritxard Agirre 

***Además, mis dos primeros trabajos literarios libres (pincha aquí)

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Sentados en un bar de la ciudad, uno frente al otro, con la intención de hablar de nuestras vidas. Esa era la idea. Ver en qué punto estábamos. Si habíamos cumplido nuestros sueños —aquellos sueños de la adolescencia salvaje— o llevado a cabo los proyectos que teníamos en mente.

Pronto quedó claro que lo único que nos había llevado hasta allá era la curiosidad por descubrir si seguía ahí «aquello» que compartimos en su día: la complicidad, la química y esa atracción indescifrable que, a falta de mayor explicación lógica, une a las personas.

Nos tomamos el café —bueno, él un crianza— contestando entre risas nerviosas las obviedades e intentando desviar la atención de lo único en lo que realmente pensábamos: en devorarnos con la misma fiereza con la que lo hicimos en un pasado no tan lejano.

Ninguno nos atrevíamos a abordar el tema. Pero ahí estaba la cuestión, palpitando como una enorme caja de Pandora. Imposible no verla. Nos transformamos en dos adolescentes de instituto lanzándose indiscretas miradas. El deseo cabalgaba entre ellas. Era ese instante —justo ese significativo instante— en que los caminos se bifurcan: cuando la vida sucede o cuando se huye de ella.

En estos casos, siempre sé que, haga lo que haga, me voy a arrepentir. Ya no soy una boba quinceañera, así que prefiero elegir el arrepentimiento menos doloso.

Mi pierna fue gamberra y llevó la delantera, buscando la suya. Es curioso como un toque secretista cuenta más que una hora de intrascendente charla. Entonces, él hizo lo que había que hacer: ser hombre.

—Vámonos. Mi piso no está muy lejos.

Mis pupilas se dilataron y él comprendió el mensaje. Yo necesitaba poesía, y me la regaló.

—No necesitamos mucho más para emprender la huida, pero juntos, como dos fugitivos.

No recuerdo el caminar hasta su portal y, una vez dentro, nos miramos —es un decir; más bien nos comimos— esperando al ascensor. Las muestras de cariño en público siempre me han parecido una cursilada, pero, una vez dentro del elevador —con todas las resistencias descartadas—, corrí a sus labios y nos besamos con la impaciencia de un niño por su regalo de Reyes.

Llegamos hasta su piso sin despegar nuestras bocas. Y un déjà vu1 invadió con furia mi corazón.

Albergaba la sensación de haber llegado a un lugar seguro, lejos de las miradas indiscretas, lejos de los sentimientos fingidos, lejos de la mediocridad. Y me sentí feliz, poderosa, con la autoridad de desnudarme sin prisas ni vergüenzas.

Parecía que no habían pasado los años desde que nuestra relación se interrumpió y quedara congelada en el tiempo, como esperando que el hechizo se deshiciera en algún momento.

Pero… Hay hechizos demasiado densos, de esos que necesitan de varias reencarnaciones para diluirse.

Él me deseaba como los brotes de yerba entre los adoquines de las ciudades, igual que la vida busca cualquier resquicio para crecer, como si fuera algo eterno. Justo lo que buscamos las mujeres: lo inmortal. ¿Acaso merecemos menos?

Me abalancé sobre su cama. Oliendo las sábanas. Esperando su abrazo. Cuando se quitó el abrigo, se acercó con parsimonia bucólica. Sus ojos me alimentaban, mirándome con detalle reverencial, hasta que se quedó a mi lado.

Y más besos.

Besos como ladrones traviesos que nos quitan la ropa.

Mientras mi niño daba buena cuenta de mi seno izquierdo, rememoré aquellas tardes en las que no existían los tabúes y éramos libres de saciarnos.

A este bellaco siempre le gustaron mis pechos, y siempre le gustarán. No soy mujer que disfrute mucho de ser besada en esta zona del cuerpo, pero solo con ver su grado de adoración hacía mío su placer. Mío y… multiplicado.

No podía hacer otra cosa que dejarme llevar. Ya no era mía. Era suya. Ser sumisa, para ser fuerte. No ser, para «ser». La confianza total como prueba de amor supremo.

Mis manos acariciaron su torso, deleitándose en cada gesto. Pero el hambre —como el forofo exaltado en San Mamés— empezó a rugir y exigió su parte del pastel. Me dominaba. No podía —ni quería— retrasarlo más. Me arrastré por su piel, buscando con mis labios su placer y tratando de calmar, con las manos extendidas, su agitado pecho.

Ahora él era mío.

Salió de su garganta un gemido de sorpresa. Sabía que lo recordaba. Sabía que un anhelado recuerdo golpearía su conciencia.

Y yo quería hacer realidad cada pensamiento líquido que él hubiera podido tener a lo largo de aquellos años.

Esa tarde que moría no iba a sufrir, al menos, de ensoñaciones húmedas.

«No, mi fugitivo, no», me sonreí rumiando.

En aquel crepúsculo sus ilusiones se iban a materializar.

Mis labios subían y bajaban con vicio. Buscando su mirar. Recordando los sabores —y debilidades—de su intimidad. Sintiendo desbordar su deseo reprimido. Me llenaba tanto hacerlo…

Mirarle con esa depravación. Decirle sin palabras lo que yo era en ese momento —y en esa cama— para él. Abierta al placer. Complaciente con sus deseos. Partícipe de sus lujurias. Compañera de sus fantasías

Le cogí las manos y las coloqué en mi nuca. Necesitaba su masculinidad: sentir sus manos en mi pelo, agarrándome, marcándome el ritmo, ¡sentirme dominada! Aunque, pareció excitarlo tanto que temí que todo terminara en ese momento.

No lo iba a permitir. Iba a ser «egoísta». Por mí. Por él. ¡Por los dos!

Me detuve. Tomé aire. Mientras me relamía, le sonreí con picardía y esperé unos segundos. Esperar, para regresar. Lo acaricié con mis manos encendidas —deslizantes—, apretando y soltando suavemente, jugueteando a las miradas sucias con la lengua sedienta.

Quiso entonces, mi niño, cambiar la dinámica de poder y —soltando mis manos y tomándome de los brazos— deslizó con mimo mi cuerpo para indicar que me quería sobre él. Accedí. Porque yo siempre hago lo que me piden solo si me apetece.

Porque sí, así de femenina soy.

Mordí con suavidad su cuello, besando su piel, y me coloqué de tal modo que podíamos sentir el fuego palpitando entre nosotros. Una de sus manos en mi espalda. La otra, en mi trasero. Con un movimiento viril —y tiernamente matemático— cambió mi posición para verme, esta vez sí, consumadamente dominada bajo su cuerpo.

Entendía por qué me gustaba tanto este cabrón. Y es que siempre ha sabido más que los «ratones coloraos». Cambiaba con pasmosa facilidad de niño a hombre. Era un tiovivo de emociones. Un bribón impredecible.

Era tal la excitación que sentía, que creí que llegaría al orgasmo con apenas un roce accidental. Entre mis piernas se abrigaba el ardiente grito de mi humedad insatisfecha, deseosa de que entrara con todo su vigor. Y, ahí mismo, mi mente se doblegó y dejó hablar al deseo. No me da vergüenza decirlo. Hablé sucio, muy sucio, e hice que me hablara sucio.

Porque sí, porque me gusta.

Me encanta sentir como se rompen todas las defensas de mi cuerpo y el ego se esfuma y se va a tomar vientos. Eso debe ser el Nirvana: cuando las máscaras se caen y no hacen falta los gemidos fingidos.

Sólo suspiraba ya por una posesión más completa, su exposición y entrega total.

Confiaba en que compensaría mi ardor fundiendo mis muros sin resistencia posible. Le ofrecí mi trasero y, en posición felina y arqueando la espalda, abrí mis piernas para él. Se llevó un dedo a los labios para humedecerlo, aunque no hiciera mucha falta: el interior de mis muslos estaba tan húmedo que resbalaba al contacto. Cuando sentí su fricción en mí, creí volverme loca. Pero aún no había llegado ese momento. Aún profesaba el apremio de que fuera mío.

—Hazlo ya —le grité sin gritar.

Y, al fin, lo hizo.

Se quedó quieto dentro de mí. Llenándome con su sexo. Tocándome con sus dedos. Susurrándome obscenidades. Preguntándome con firmeza —una y otra vez— si me gustaba. Si aquello era lo que quería. Exigiendo enérgico que le contestara.

Apenas podía hablar, por culpa del inmenso placer que —mi niño, otra vez, mi niño— me estaba provocando. Al borde de la locura y explotando de placer dije su nombre. Contesté a todas sus preguntas con una sola respuesta. La única respuesta posible: un orgasmo que me dejó vacía, agotada y profundamente feliz.

De repente, el hombre regresó a sus ojos. Y comenzó a moverse en mi interior con más determinación. Poseyéndome con más agresividad. Me tiraba del pelo. Lejos de sentir ningún daño, solo me inundaba el gozo mayúsculo de ser el preciado objeto de su avidez y entrega absoluta.

Abruptamente salió de mi cuerpo y escuché su éxtasis, al mismo tiempo que su esencia se derramaba sobre mí, empapándome. Fue entonces cuando, en un silencio de la habitación, bailaron jadeos, sudores vitamínicos y sonrisas cómplices. Con el sol ya definitivamente pereciendo en el horizonte visto a través de la ventana, los dos fugitivos dejaron de huir.

1. La experiencia de sentirse familiarizado con un momento nuevo que se está viviendo.

*Este relato —«historia erótico-festivo-juglar», como decía un profesor mío de literatura— pretende convertirse en una «homenaje-regalo» para mis lectores. Muy en especial para los que me seguís desde el principio —desde mis raíces y mis dos primeras publicaciones (aporto enlace para descargarlas gratuitamente)—. ¡Gracias, porque juntos hemos hecho «camino»! Y ¡muy feliz Navidad!

*Puedes descargar, gratuitamente, este relato:

DOS FUGITIVOS de Ritxard Agirre

**Y, también, este otro: MI MANERA DE AMARTE SIEMPRE de Ritxard Agirre

***Y lo prometido: mis dos primero trabajos libres (pincha aquí)

Ritxard Agirre – https://ri2chard.wordpress.com/

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Ermita-humilladero de «Santiago» (Artea, Vizcaya)

En la escuela, en la etapa de EGB (Educación General Básica), en la asignatura llamada «Sociedad» (los carrozas de mi generación la recordarán por su libro de texto de color azul), nos enseñaron que el ser humano —a diferencia de los otros animales que pueblan el Planeta— es, además de social, un animal racional.

«Racional», ¡hum!, ¿de veras? No sé. Cuando lo leí maduraba que la razón era lo dominante en nuestro ADN vivencial. Pero no. Uno crece y va observando que, en verdad, nos mueven las emociones y luego, más tarde —y posiblemente no siempre y no todos—, pensamos.

Después habría que ver «cómo pensamos», y qué grados de programación o ideologización sufrimos. La experiencia me dice que la gente que abraza una corriente de pensamiento —sea cual sea— banca con cualquier cosa antes de aceptar una verdad o realidad. Cuando esto sucede, me viene al cebollo, inmisericordemente, una de mis citas cañón: «Es más fácil engañar a la gente que convencerlos de que han sido engañados» [Mark Twain, 1835-1910].

Ya sé que pocas cosas hay más cutres que auto-citarse uno mismo, pero, por favor, déjenme la licencia de hacerlo con este extracto —reflexión autocrítica— que me viene de perlas para desarrollar un poco el párrafo anterior:

«En mi época joven e inmadura, era un idealista que indagaba mi lugar en la vida. En esa búsqueda, por supuesto, las ideologías eran una parte importante. Si alguna vez me fanaticé fue, tal vez, por un complejo de inferioridad, inseguridad o baja autoestima. Abrazar una doctrina como pilar, porque en mi “bando” elegido se encontraba el refuerzo, la seguridad y la importancia personal que de otro modo no sentía. Sentirse respetado era sentirse parte de algo, de un colectivo o de un grupo. La posmodernidad occidental (una ideología de países ricos) es un salvavidas para personas, aún, desorientadas. Y la militancia es el camino cómodo».

(JESÚS, EL HOMBRE MODERNO. 10 «leyes» para sobrevivir a tiempos posmodernos.)

Por cierto, retomando al escritor estadounidense (de Florida, más exactamente), habría que obligar a los niños —entre sus 10 y 14 otoños— a leer, primero, «Las aventuras de Tom Sawyer» [1876] y, a continuación, «Las aventuras de Hucleberry Finn» [1884].

Aunque la primera sea, seguramente, impuesta, es casi seguro que el rapaz vaya a la segunda por propia voluntad.

Y, sí, he escrito la palabra OBLIGAR. Así, en crudo y a mucha honra.

¿Por qué?

Porque a los imberbes hay que mandarles «cuatro cositas» en la vida, ponerles unos límites y unas reglas mínimas. Eso les dará seguridad y libertad para el futuro.

Pero, bueno, as always, me estoy yendo del tema. Es lo que producen en mí las mañanas y el mate caliente: una mente hiperactivada.

Decía que, en clase, cuando éramos unos cuarenta alumnos en el aula, nos enseñaron que el hombre es, pues eso, un ser racional. También nos enseñaron —ya de forma menos oficial— que las pasiones no eran buenas. Y, si luego eras leído y te acercabas a las primigenias escuelas de filosofía, aprendías de los maestros estoicos que no convenía tomar —desde la emoción— aquellas decisiones que afectarían a nuestra vida de forma definitiva.

Sin embargo, una cosa sí que he aprendido por mí solo: que se puede usar la emoción de forma racional.

Parece imposible, pero oiga, sí se puede hacer.

¿Cómo? Poniendo las emociones a nuestro servicio, dominarlas.

Lo argumentaré con una muestra práctica: Voy compitiendo con la bicicleta; en algún momento me vengo arriba (emoción) y me dejo arrastrar; finalmente, lo pago, peto y pierdo mis opciones de ganar por haberme permitido sucumbir a mis fantasías. No obstante, hay otra opción. Volvemos al principio: cuando noto que me vengo arriba, me contengo, enfrío los ánimos y guardo esa emoción como «gasolina» —como motivación extra para darme un «puntito» extra—; y la utilizo en un momento puntual, eligiendo cuando me conviene.

Dicho en una frase: la emoción al servicio de la mente y la razón.

¿Sólo vale para el deporte? No, sirve para todos los órdenes de la vida. Otro modelo sería en lo creativo, es decir, en un artista su máxima sería: la inspiración al servicio de la disciplina.

Vale, sí, sé que no he descubierto ni inventado nada, no me mandéis de viaje a las galeras. Pero son los trucos que uno va aprendiendo con la experiencia. Y yo, llamo «experiencia» a la sabiduría que vamos almacenando a través de la famosa técnica de «prueba y error».

Pero, venga, va, ¡otro ejemplo más mundano que no sea deporte ni arte! Recuerdo que una mujer me narraba cómo su padre, cuando se enojaba con ella y sus hermanas, por llegar tarde a casa en edad moza, las perseguía por el pasillo con la zapatilla presta para unos buenos azotes.

—Y, ¿nunca os pillaba? —pregunté.

—No, ¡corríamos mucho!!!

—¿No será que no quería alcanzaros?

—Sí, es verdad, no querría —contestaba con un centello en los ojos que yo achaqué al recuerdo de un amor genuino por su aita.

—Algo me dice que luego se reiría con tu madre en la habitación.

—Sí, tienes razón…

De alguna forma —tal vez inconsciente y, a la vez, sabia— aquel buen hombre y padre de familia de aquella época —para que nos entendamos y pongamos contexto, estoy hablando de los años setenta— dominaba su enfado (emoción) para darle un uso pragmático (reprender a sus hijas de una manera cariñosamente cerebral).

Sí, es cierto, este último ejemplo es el mejor. Supongo que por eso lo he dejado para el final.

¡Salud y pedales!

*Si deseas saber más sobre la posmodernidad totalitaria (y censora) y crees en la información como herramienta creadora de mentes con criterio, te invito a leer mi ensayo: ««JESÚS, EL HOMBRE MODERNO. 10 «leyes» para sobrevivir a tiempos posmodernos»».

*Puedes descargarte, gratuitamente, estos relatos:  LOS CREPÚSCULOS MUEREN A LO GRANDE, KRIPTONITA FEMINISTA , DOS FUGITIVOS de Ritxard AgirreINSTINTO,  «TARÓTICO. Un viaje sexpiritual» (REMASTERED – 2023) y MI MANERA DE AMARTE SIEMPRE de Ritxard Agirre

Ritxard Agirre – https://ri2chard.wordpress.com/

TÍTULOS A LA VENTA (AMAZON y LIBRERÍAS)

««KIRK BOSTON contra la banda de Mark «el Guapo»»

Frontal el guapo

««JESÚS, EL HOMBRE MODERNO. 10 «leyes» para sobrevivir a tiempos posmodernos»»

JESÚS, EL HOMBRE MODERNO

«LA REDENCIÓN DE JOHN DICKSON»

«BILBAO y el mal escritor» – VERSIÓN KINDLE

Cubierta Bilbao

BOOKTRAILER  «BILBAO y el mal escritor»

«EL RUGIDO SECRETO» – VERSIÓN KINDLE

VERSIÓN KINDLE «EL EDIFICIO»

«TAROT. CAMINO DE LUCES Y SOMBRAS» en VERSIÓN KINDLE. ¡EDICIÓN ESPECIAL A TODO COLOR!

 

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En la imagen, de izquierda a derecha, «El Rugido Secreto», «El Edificio» y «BILBAO y el mal escritor»

A lo largo de estos años muchas personas, con ganas de escribir y publicar, me preguntan cuál es mi método para formar una novela o un ensayo. Es una pregunta complicada para la que no tengo una respuesta correcta (ni ordinaria y, mucho menos, mágica) y este escueto post es para intentar contestarles. Además, aprovecho también para especificar que no soy ninguna autoridad y que mi trayectoria es autodidacta. Pero sí he aprendido dos hábitos que pueden ayudar. Enumero ambas:

  1. La primera es eso mismo, que sea un hábito. No importa que ese día las musas no te sean favorables. Escribe, aunque sea un solitario párrafo o una mísera línea.
  2. Hazlo sin expectativas ni pretensiones. No todo lo que se escribe es publicable. En verdad, si se es exigente, casi nada lo es. Tómalo como un entrenamiento, como el deportista profesional que entrena meses para competir un día.

Dicho esto, hay que advertir el exceso de autores noveles con el sueño de sacar al mercado un libro y verlo en las estanterías de sus librerías favoritas. Y las editoriales saben de esa ilusión y sacan tajada con ofertas de autopublicación (es decir, que lo pagas tú). Por tanto, hay que ser realistas. Es imprescindible comprender que es muy complicado que te venga una editorial a llamar a tu puerta y a publicarte de una manera tradicional.

Para finalizar, quiero puntualizar (y dejar muy clarito) que no estoy demonizando a las editoriales. Son negocios y su objetivo es hacer caja y sobrevivir.

Aprovecho para recordaros que, por el reciente aniversario del blog, tenéis mis dos primeros trabajos literarios libres para el que desee descargarlos:

«EL DIARIO DEL BUEN AMOR» (REMASTERED – 2023)

«TARÓTICO. Un viaje sexpiritual» (REMASTERED – 2023)

Salud y pedales.

Ritxard Agirre – https://ri2chard.wordpress.com/

TÍTULOS A LA VENTA (AMAZON y ORÁCULO DE DELFOS)

«TARÓTICO. Un viaje Sexpiritual»

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«BILBAO y el mal escritor» – VERSIÓN KINDLE

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 «EL DIARIO DEL BUEN AMOR» (FORMATO FÍSICO EN ORÁCULO DE DELFOS)

Hoy, 20 de febrero, hace 9 años que presenté «TARÓTICO. Un viaje sexpiritual» en la sala Barriankua (Bilbao). Asimismo, también llevo más de una década subiendo artículos en este blog. Lo que empezó como un pasatiempo se ha convertido en un hábito. El blog ha crecido, y yo con él.

No sé la edad exacta a la que emprendí esta aventura con toda desfachatez, pero debe de acercarse mucho a la edad de Cristo. Ahora, voy por el medio siglo. Recuerdo, creo que aún vivía en casa de mis padres, que un día mi Aita, antes de ir a trabajar, se miró al espejo y se dijo: «Joder, cincuenta tacos ya» (yo tendría 27 y estaba a punto de salir, por fin, del nido).

Y a ese destino voy. Hay una década entre los 37 y 47 que es «fantástica». A los 37 uno se siente joven, y lo es; puedes hacer grandes esfuerzos. Sin embargo, diez años después uno ve que eso se acabó. C’est fini.

Es un punto de inflexión ese periodo, créanme. No tiene nada que ver con los 17 a 27, ni los 27 a 37.

Claro, y comprendes al viejo; voy al medio siglo a cara de perro y sin remedio.

Y hay muchas reflexiones que me agreden en este intervalo de tiempo. Por ejemplo, una de las cosas que ya menos soporto, para las que no tengo paciencia o me hartan, es la gente que quiere hablar de cosas «trascendentales»; charlas sobre estupideces congénitas como qué habrá después de la muerte o patochadas de esas, me aburren. Antes prefiero que me embardunen con ácido corrosivo o me suelten un cachiporrazo en plena cocorota, o contraer una viruela galopante. No sé, me parece que discutir qué cantidad de cebolla poner a la tortilla de patatas es más «transcendental», además de conseguir que se te caiga la baba.

Sin embargo, a veces, pienso en la teoría del «eterno retorno» de Nietzsche (1844-1900) y se me hace un nudo en el estómago. Eso sería un atentado con mucho tufo. Creo que nada me daría más terror que volver a pasar por mi infancia y adolescencia; antes prefiero tirarme de un rascacielos. Solo pensarlo, nada más abrir el ojo una mañana cualquiera, es una agresión atroz para mi delicada mente; amén de levantarme con mal pie para el resto de la jornada. Mejor que se quede en eso, en una teoría y en un método deductivo fallido de un filósofo tarado.

Además, creo que uno comprende que se hace «grande» cuando ya no tiene más objetivo que, tal vez, pedir disculpas si ha ofendido a alguien alguna vez o si ha sido un gilipollas integral y un cicatero. No sea que el pensador alemán tenga razón y deba volver a pasar por el infierno de la infancia y la adolescencia. O no sea que los budistas estén en lo cierto y, por mis pecados, me reencarne en marrano o en burro y (si tengo suerte) acabe en una granja comiendo alfalfa el resto de mis días. Mejor limpiar el karma y pelillos a la mar, por si acaso.

¿Ven? Yo también me pongo «trascendental» a veces.

Pero me estoy poniendo un poco melodramático, y hoy es un día de celebración.

En mi blog hay reseñas literarias y del celuloide, alguna entrevista, mis publicaciones de novelas y ensayos, artículos esotéricos (incluso una breve sección de OVNIS), mis columnas cuando colaboré en el periódico del barrio (Santutxu y +) y, ante todo, mucho pedal, mucha bicicleta.

Confieso que no me gusta que me llamen «escritor»; escritor es una profesión, alguien que vive de ello. Obviamente, no es mi caso ni lo pretendo. Posiblemente, «autor» sea mucho más adecuado.

Andar en bici es como escribir; siempre se puede mejorar la técnica y hay que buscar la excelencia; nunca tirar la toalla. Escribir y pedalear con elegancia, como el acabado de una elegante empuñadura de alcornoque forrada con fino cuero de camello (ya estoy viendo a mi correctora, antes de publicar este post, pensando que me estoy pasando de hiperbólico y borgiano mientras se pitorrea con mofa, befa y mucho escarnio).

Para celebrarlo dejo mis tres primeros trabajos literarios libres para el que desee descargarlos:

«TARÓTICO. Un viaje sexpiritual» (REMASTERED – 2023)

«EL DIARIO DEL BUEN AMOR» (REMASTERED – 2023)

«TAROT. Camino de luces y sombras»

Hay mucha gente a la que deseo agradecer y podría cometer el pecado de dejarme a alguien en el tintero, así que mejor no digo nada. Ya están en agradecimientos de los PDFs. No obstante, sí quiero recalcar mi sentida gratitud a dos madrileños: el fotógrafo Txema León y la modelo MJ. Porque hay personas que, en tu camino, sin apenas conocerte, te ayudan. Gracias de verdad.

Y, también, mi máxima gratitud a mi paciente supervisora: «GJ» (pongo sus iniciales porque sé que no desea protagonismo, nunca lo ha deseado). Gracias a ella he evolucionado. Los trabajos que he publicado son mejores por sus correcciones y consejos, mucho mejores. Y yo, también. Porque como se escribe, se piensa; como se piensa, se siente; y como se siente, se vive. Gracias, G, eres una diosa para mí.

Los trabajos están remasterizados; es decir, supervisados y revisados, y al final de cada uno están mis otros títulos con enlace a e-book (Amazon, versión Kindle) y a formato físico (disponibles en librerías).

Recuerdo que, al comenzar esta andadura, empecé escribiendo en primera persona (no me atreví como narrador omnipresente hasta «El Rugido Secreto»). A menudo pienso en ojear un poco, otra vez, a mi admirado Bukowski y volver a escribir en ese estilo. Pues, sí, creo que posiblemente lo haga; me apetece leer al genio inglés.

Y confieso que he «plagiado». Sí, lo he hecho. La fuente es la quebrada «Editorial Bruguera» (1910-1986). En esa editorial he anotado palabras y expresiones que están en desuso y he manejado para mis columnas (y algunas novelas). Leer desde Marcial Lafuente Estefanía y Silver Kane (western) hasta historietistas del tebeo clásico, como Ibáñez, Vázquez, Raf, Segura y un largo etcétera, me ofrece una fuente inagotable de recursos; disfruto mucho recolectando las frases que más gracia hacen para, llegado el momento, utilizarlas. En este artículo, por ejemplo, alguna ha caído. Lo hago casi como un deber cultural, no solo por placer. El español es una lengua rica y extensa, unos 580 millones de hispanohablantes dan fe de ello, y me siento muy orgulloso de tener un idioma con tantas posibilidades.

Para finalizar, si la bicicleta es el «motor» de este blog, quiero compartir con vosotros un mosaico de algunas de mis instantáneas favoritas. ¡Ojalá os gusten también!

Salud, pedales y eskerrik asko!

*Puedes descargarte, gratuitamente, los relatos:  LOS CREPÚSCULOS MUEREN A LO GRANDE, KRIPTONITA FEMINISTA , DOS FUGITIVOS de Ritxard AgirreINSTINTO,  «TARÓTICO. Un viaje sexpiritual» (REMASTERED – 2023) y MI MANERA DE AMARTE SIEMPRE de Ritxard Agirre

**Y si prefieres ,TAROT. Camino de luces y sombras, la versión Kindle accede a Amazon (pincha aquí), descarga la versión de este ensayo y aprende a relacionarte con los Arcanos. No olvides dejar tu reseña una vez lo hayas leído; conocer tu opinión aporta valor a mi trabajo. ¡Muchas gracias!

Ritxard Agirre – https://ri2chard.wordpress.com/

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MJ

Imagen cortesía de Txema León http://txemaleon.com/

«Todo lo que no sea un amor loco y apasionado es una pérdida de tiempo»

¡Qué feliz soy leyendo! Es mi meditación. Si la lectura me atrapa, entonces, mi ser es absorbido y me evado tanto que me pierdo en las viñetas. Y, digo viñetas, porque son los cómics lo que me fascinan con sus ilustraciones acompañadas de narrativa y diálogos. La mezcla perfecta entre verbo e imaginación. Colorido y fantasía. A veces, levantaba la vista y miraba a mi alrededor. Veía, sobre todo, estudiantes con caras sufridas, intensas y lúgubres. Sabía que estaban allí por obligación, no por devoción. Eso me diferenciaba.

Tras una viñeta especialmente divertida, y con una risa apagada para no molestar al vecindario estudiantil, levanté de nuevo la mirada y la vi. Ella también me observaba. Concentrada con ojos en llamas, quemando. Me turbé y bajé la mirada avergonzado. No estaba acostumbrado a que una mujer tuviera el papel activo en un acercamiento. ¿Ellas se sentirían así de incómodas cuando yo era el «acosador»? Me sentía invadido en mi intimidad. Violado. Volví a alzar la vista y ahí seguía. Imperturbable. Empezaba a tener la sensación de cierta desnudez en mí. Cuando me quise dar cuenta ya estaba frente a mí. Alta. Erguida. Potente. Dura y, a la vez, tan linda; de fuertes rasgos morenos y juveniles. Poco más de veinte primaveras. Con jersey gris de cuello alto ceñido, que no ocultaba su voluptuosa línea, vaqueros claros y botas marrones. Me sonríe ligeramente. Puedo ver su blanca dentadura separando sus jugosos y grandes labios. Un instante más tarde decido atreverme a mirarla mejor. Veo sus oscuros ojos color de tierra y fuego. Podía olerla. Sabía que, si se iba en ese preciso momento, su perfume lo llevaría conmigo; quien sabe si días o años. Soberbia, me lanza un trozo papel cuidadosamente doblado, y frunciendo el ceño, y con pícara sonrisa, sigue su camino. No me faltó tiempo en leer el contenido de aquella misiva. Siempre fui de tez fantasmal, pero mi rostro, aquella tarde, debía de ser una oda al tema eterno de «Con su blanca palidez» – A whiter shade of pale de Procol Harum.

«Eres el único dichoso en esta sala, eso me divierte y me excita. Ya son muchas semanas las que te observo. Te espero en la puerta del excusado de chicas. Te deseo. Estoy segura de que vendrás»

Empecé a mirar a mi alrededor. Dudé. ¿Había alguna cámara oculta? ¿Era la victima de alguna broma televisiva? Esto no podía estar pasando. Mis manos temblaban. ¡Estaba aterrorizado! Intenté levantarme, pero sentí un mareo. Respiré tres veces hondo, sobre todo la última, llenando bien de aire el abdomen, como si quisiera insuflar valor y, como un cohete, fui a su encuentro. Allí estaba con su mueca de autosuficiencia que empezaba a ponérmela dura de cojones. Cogió mi mano y, aunque la biblioteca estaba llena, para mí, ya no había nadie más que ella y yo. Me condujo a una sala de actos que estaba casi diáfana, con una amplia mesa de reuniones, y sillas a su alrededor. Cerró la puerta y quedamos en penumbra. Quise encender la luz, pero ella me detuvo y me susurró: «La luz de nuestra llama es suficiente». Me besó. La humedad caliente de su boca empapó mi lengua. Sus manos atraparon mi nuca y mi cintura. Me estaban seduciendo y, la sensación de rendición, era la única victoria honorable que se me ocurría. De la cintura bajó a mi bragueta mientras olía mi pelo y, a cada exhalación, parecía excitarse aún más. Buscó afanosa a mi pequeño «Buda». No tardó en encontrarlo. «Me parece que no me han presentado a tu amiguito» dijo, sonriente de luz. Caí en que no sabía su nombre. Ni ella el mío. Y, lo que era mejor, no le importaba. Con agresividad yin me arrastró hasta la amplia mesa donde apoyé mi trasero como pude. Ella me miró con tanta intensidad que casi eyaculo en ese momento. Hacía el amor con los ojos. Entonces lo adiviné. ¡Adiviné lo que deseaba con todo mi ser en ese momento! Deseaba saber cómo huelen sus ojos. Anhelaba saber cómo miran sus pechos. A qué saben sus labios. Cómo danza su pelo y, sobre todo, como grita su cuerpo. Lujuriosa señaló guiñándome un ojo: «Voy a presentar mis respetos a tu amigo. Tú no te vayas de aquí». Y me regaló su amor. Ardiente. Líquido que se mezclaba con el mío. Ella quería todo. Y lo tomó. No podía ser de otro modo. Profundo. Oscuro y latiente. Mi corazón y mi pene, en su paladar, corrían en diferentes pulsaciones. Guió mis manos a su cabeza, me pedía ayuda, gustoso se la ofrecí e indiqué el ritmo que convenía a mí, hoy, extasiado «dragoncito», que se sentía protegido y amado. Empecé a ver mandalas de colores en esa oscura habitación. Primero, rojos. Más tarde naranjas. Amarillos. Verdes. Azul claro. Luego, azul índigo, para terminar en infinitos chorros de lilas y violetas explosivos; orgásmicos. El amor es el afrodisíaco, y el sexo, la iluminación. Se irguió de su «nirvánico» quehacer y, entredientes, con el deseo a flor de piel, se quitó su jersey de cuello alto y su sujetador de color morado. Embelesado. Admirando sus turgentes y, ambiciosos pechos, me dijo con la seguridad que solo una mujer convencida puede hacer: «Ahora me vas a pertenecer». Miró mi «Buda» reluciente y, con el amor de una madre, lo acarició no solo con los dedos, también con el corazón. Se lo introdujo, cuidadosamente, en su nuevo hogar. En su casa. Donde cuando la chimenea está encendida y, la cena preparada, uno sabe que es querido. Mientras, con lentos vaivenes, mi «budita» navegaba feliz en el universo vaginal seguía reclamando mi mirar. Mi dragón estaba dentro de ella y sus ojos dentro de mí. «Más», supliqué. «¿Cómo dices niño?» respondió incrementado el ritmo. «¡Quiero más!» imploré. «¡Ruégamelo!» ordenó. «¡Más, por favor!!!» rogué obediente. Se me iban a caer las lágrimas de felicidad. Esto era poesía. Violentamente, como una diosa de la destrucción, buscó mi esencia vital. Sus paredes vaginales se contraían y vencían a mi sexo. Yo era un río y ella era el mar donde quería desembocar y morir. Tembló. Temblamos. Me arrojé y me fundí. Nos fundimos. Jadeando cayó sobre mí. Éramos un océano de sudor. Entonces lo supe.

Era ella o nadie.

El calor acogedor de nuestros cuerpos que late como las buenas brasas que duran. Con nuestro fuego ya lento y protector pude recuperar el aliento y, como una caricia, me dijo al oído:

«Bienvenido, niño mío. Hoy has nacido de nuevo».

*¿Quieres continuar leyendo «EL DIARIO DEL BUEN AMOR» (REMASTERED  2023)? Puedes descargarlo aquí gratuitamente (pincha en el enlace):

«EL DIARIO DEL BUEN AMOR» (REMASTERED – 2023)

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«Vacía la mente y encontrarás la felicidad, sal de la mente y encontrarás la eternidad» (Budismo zen)

La meditación. Eso es, ni más ni menos. El momento del abandono en la acción del cuerpo y el apagado mental. Pedalear suave. Cadencioso, con el respirar armonioso y profundo. Desconectar para conectar. Poco más de una hora queda para que el sol se ponga. Para mí, es uno de los momentos más sublimes; más placenteros. Generalmente, a la gente le gusta salir a primera hora de la mañana, se sienten más llenos de energía y, dicen, aprovechan más el día. Yo, no. Prefiero salir a media tarde e ir regresando cuando la noche empieza a llamar y feliz voy a su encuentro. Mientras la luz se va a apagando, yo me apago con ella. Es el descanso. La emoción. El silencio. El nirvana existencial de la bici y el ciclista. La muerte florida. La nada absoluta. La felicidad plena del ego que se disuelve y fallece con cada día: porque así es siempre, y ya está. Solo «soy».

Me levanto. Apoyo mi cuerpo en la parte delantera. Empujo un poco y subo el ritmo. Sin pensar, como dicen que hacen los sabios, por instinto; porque es lo que toca, y no me pregunto lo que no tiene respuesta. Es así, porque debe ser así, y nada más. Vuelvo a sentarme. Miro a mi derecha. Veo el paisaje de mi bella Bizkaia, con el Valle y La Arboleda al fondo, en media hora estaré el mi hogar. Bajo piñón y vuelvo a subirme encima de la bicicleta. No sufro ya; solo gozo. El tiempo se detiene y cada pedaleo es eternidad. No querría hacer otra cosa más que la que estoy haciendo en este momento. Ni estar en ningún otro sitio que donde me encuentro ahora. Sigo. Miro, esta vez, a mi izquierda y veo la ría. Calmada. Lenta. Con su imparable seguir, como yo sobre mi amiga de metal, con su misión infinita; ella tampoco se pregunta nada.

Y todo es como debe ser.

Acabo de pasar Sestao y, entro en dominios de Barakaldo, con la ría siempre a mi lado emocional; y así será siempre que vuelva por ese camino. El sol ilumina en tono rojizo las capas de la atmósfera. Es el crepúsculo. El momento mágico donde, el padre sol, va dejando el espacio que ocupará la madre luna. Y ese rojo intenso del cielo, parece que invade todas las células de mi ser, me hacen sentir vivo; es cuando más belleza veo en el mundo y cuando más iluminación siento en el planeta. Entonces, sonrío. Porque sí; porque es lo que toca. Paso Cruces y cojo el Bidegorri de Olabeaga. La impasible ría bilbaína de espectadora. La gente está dando paseos. Departen y debaten sus ambiciones, deseos, fracasos y éxitos. Otros se recogen, con sus miserias unos y alegrías otros. Algunos sacan sus perros y comparten un momento de paz con ese animal de compañía que no te juzga; solo te quiere porque sí. Cruzo el Casco Viejo, de por siempre corazón juvenil, donde la fiesta, los desengaños, la aventura, el alcohol, el sexo, la música, las luces mate de las farolas; los cajeros quemados, las tribus urbanas, los ideales, los sueños, y el amor, están aquí reunidas para tantas generaciones de bilbaínos y bilbaínas, condensadas en ese espacio de energía vital; viejo de nombre, pero joven de alma. Y yo siempre lo he conocido así y nunca me he cuestionado por qué; es así, y ya está.

Llego a mi barrio actual de Atxuri. Cruzo el parque con mi «amante» de aluminio. Agradeciéndole su existencia y el servicio que me presta. Una ráfaga de pasión insatisfecha llueve en mi mente. Me doy cuenta de que aún no quiero bajarme del éxtasis de pedalear. Decido que yo, el casco, las gafas y los guantes en el manillar, van a continuar como un solo cuerpo unos kilómetros más allá. Mi máquina nunca me contradice mis pasiones. Nunca se pregunta su misión en la vida. Es una bici y estoy seguro de que, aunque inerte, es feliz porque sabe de su naturaleza; y no la discute. Ha nacido para ser montada, disfrutada, y libre. Y, tras una tarde de esplendoroso pedalear, me doy un postre de amor por la ciudad, con el sentido reconocimiento de su dueño. Ni yo ni «ella» tenemos conflictos en esta perfecta relación; es el convenio ideal, y eterno, porque así lo ha querido la providencia. Así es, y será por siempre; y ya está.

Cojo el camino de Los Arcos dirección al barrio bilbaíno de La Peña. Pienso en mis gatos que me esperan en casa. Mis felinos de amor incondicional. El macho, Micifú, siempre a mi encuentro pidiendo atenciones a raudales; y la gata, Kuka, desde la distancia observando, haciéndose la distraída, y si me explayo en los mimos a su compañero de travesuras, decorosamente, se acerca celosa. Medito en ello siempre acompañado por la ría. Esta vez, a mi derecha; en este día perfecto. Con la tranquilidad de haber dejado ya todo mi fuego en el asfalto. Todas las capas de lo que creo ser las he abandonado en la carretera. Solo quedo yo, mi alma gozosa. Me seco el sudor de la frente mientras cruzo el puente y cojo carretera Buia. Visualizo Montefuerte a mi izquierda. Tras un poco menos de un kilómetro de subida y, pasando un túnel bajo la A-8, casi a continuación, otro túnel. Esta vez, bajo la A-68, cojo una vieja carretera que fluye hacia mi diestra. Me dirijo a Bolintxu. El asfalto acaba y un camino se adivina. Es la hora de la ruta por piedras y tierra. Gracias a Dios el camino está seco. Paso una valla y sigo. Subiendo la senda en busca de la paz del Valle, donde fluye su arroyo de mismo nombre, que nace en el lado norte del monte Pagasarri. Tras unos metros accidentados subiendo por la pista, donde incluso me debo bajar de la bici, por fin llego donde deseaba.

Este lugar me reconforta.

Leí que antaño, a finales del siglo XIX, se construyeron dos presas para abastecer Bilbao. En su día este lugar fue un área de recreo y ocio. Sin embargo, el tiempo, el desuso y la contaminación, en los años 60 de una cantera a pie del monte de Pastorekorta, lo dejaron malamente, y destrozaron la piscifactoría del lugar. No obstante, a día de hoy, me resulta encantador. El abandono humano es también el resurgir de la madre naturaleza. Este sitio es la prueba de que todo lo que toca el hombre es contaminado y que, cuando este no está, resucita. Y cuando quiero meditar, o abandonarme, busco el enorme tubo que construyó el Consorcio de Aguas de Bilbao. Este tubo cruza todo el valle de un extremo a otro. Me ubico en el extremo opuesto a las canteras, desde donde se puede empezar a subir el Pagasarri. Dejo mi bici y me siento a respirar el silencio. Contemplo el orgásmico final del día que huye. El ocaso. La feliz muerte. La oscuridad que llega con el sol que se pone y mece tras las montañas. Rojo cielo. Empiezo a escuchar la música del silencio y la vacuidad. La partitura llega a sus últimos compases. Es un momento mágico. Ojalá la loca mente humana no recuerde este lugar más que lo necesario y se quede así para los que sabemos apreciarlo. Protegido por el Pagasarri y el Arnotegi. Debajo la inmensa caída. El vértigo y la adrenalina. Con placer, respiro su vegetación; robles centenarios, fresnos, alisos, helechos paleotropicales

El hombre, en su afán insaciable de cambiar todo, de jugar a ser Dios, no hace mucho, casi acaba allí una variante de la red de autopistas llamada la «Súper Sur». Yo la llamaría la «Súper Mierda». Este tipo de cosas nos definen. Arrasamos lo natural en nombre de la comodidad. Al final, menos mal, decidieron terminarlos en las faldas del Pagasarri a la altura de la antigua cantera del Peñascal. Dicen que éste lugar es un entorno a cuidar; una joya de Bilbao. Entonces, me pregunto, qué informe medioambiental ha pasado la prueba de construir aquí cerca. Pero no quiero hacerme mala sangre y decido mirar en mi espejo interior. Solo tengo paz en estos momentos; en la soledad acompañada de más soledad. Desprecio al ser humano tanto como me desprecio a mí. He intentado ser «normal» y no ha funcionado. El último paso fue aceptarme como soy. Volver al camino que quema en mi corazón, pero con una sonrisa. Sí, ¿y el amor? Me cuesta sentir empatía por el otro y los momentos que decidí seguir las «normas» fueron los más estresantes de mi vida. Si pudiera tan solo retener este momento de dicha por un momento. O, tal vez, sí pueda; solo tengo que seguir. Seguir pedaleando. El silencioso «sifón» del Consorcio de Aguas parece que me habla. «Ven», me dice. El abismo que recorre un extremo del otro, y bajo su plácido arroyo, que va a desembocar al Nervión. Esta vaguada que cruza la tubería siempre me ha atraído. Su camino es la respuesta y el fin de mi sufrimiento. La desdicha se acaba al otro lado cogiendo el camino más recto.

Limpio mis gafas, con los últimos rayos de luz parpadeantes, y me las acomodo junto a mi casco. Aunque sé que de poco me va a servir allí a donde me dirijo. Tenso mis guantes y agarro mi bici. Pienso en mis gatos. Me vuelvo dubitativo por un momento, ¿qué será de ellos? Entiendo, entonces, que es una excusa, mañana cualquier montañero me encontrará y mis aitas se encargarán de ellos. Me gustaría decirles que les quiero antes de partir. También, una última vez, acariciar los lomos de mis felinos, con el ronroneo sanador que tantos años ha aplacado mi loco ego. Es la hora y el momento. «Ven a mí», me sigue reclamando el valle. Mi bicicleta ya está lista; y yo también. Me acomodo en el sillín y acaricio su cuadro. También le muestro mi gratitud. Supongo que querer más un cacho de aluminio, que los latidos de muchos de mi especie, me da más fuerza y coraje para el reto de volar. Cierro ojos. Inspiro profundo hasta el abdomen. Mi pierna derecha sube el pedal hasta la altitud necesaria que necesito para un golpe de riñón seco. Como el final de un sprint donde busco llegar primero a meta. Cuento hasta siete, antes de abrir mis párpados, y doy la primera pedalada. La acompaño con mi izquierda y le doy el empuje definitivo.

Voy para no volver.

Paro mi mente. Una sonrisa sutil y relajada ilumina mi rostro. Mi latir se acompasa y ralentiza. Mi corazón solo «es». La luz y la oscuridad, junto al último rayo de luz del día, hacen el amor como amantes eternos que son. Me diluyo en el espacio-tiempo y ya no soy yo. Abrazo la eternidad. Ya no hay dolor. Ni traumas. Ni sufrimiento. Siempre es ahora y nunca es mañana. Abro los brazos como el líder que llega al final de una dura batalla y agradece, mirando al cielo, la fortuna que ha tenido de no solo llegar vivo; sino también, victorioso.

Entonces la paz me encuentra, y solo «soy».

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«Con las pasiones uno no se aburre jamás; sin ellas, se idiotiza» (Stendhal)

Me quedo ojeando en la salita de espera de la editorial. Busco encontrar algún «Conan, el Bárbaro». O, tal vez, alguna novela gráfica de Moebius o Richard Corben. Nada. Nunca hay suerte. Y me quedo imaginando con el salvaje protagonista de Cimmeria, en cómo, en cada final de los capítulos acababa siempre cabalgando a lomos de una despampanante mujer, y eso que mira que era feo el tío. Pero feo de narices. Sin embargo, por arte de magia, esa voluptuosa mujer que acompañaba a mi héroe desaparecía en la siguiente aventura; sin dar el guionista ninguna explicación. Eso no importaba porque sabía que, en las siguientes andanzas de mi musculoso amigo, otra mujer de igual o mayor belleza aparecería; y, por supuesto, caería ante los brutos encantos de mi idolatrado personaje. Eso era un macho alfa y lo demás son tonterías. Robert E. Howard, su creador, leí que fue un joven de salud frágil. Tal vez, por eso creaba personajes idealizados de cómo a él le hubiera gustado ser. Su prematura muerte por suicidio, y lleno de deudas ante los retrasos de pago de su editorial por sus historias (las famosas Pulp de principios de siglo XX), nos privó a mí y a los amantes de la fantasía, la belleza y la evasión de más de sus ágiles relatos e imaginativa narrativa. Años más tarde, un avispado guionista llamado Roy Thomas, y un prometedor dibujante, que respondía al nombre de Barry Windsor Smith, llevaron sus aventuras a las viñetas; y lo demás es historia. Se convirtió en uno de los cómics más vendidos de todos los tiempos, y con uno de los personajes más carismáticos. Un guerrero y un ácrata, que solo respondía a la ley de su moral, que la mayoría de las veces, demostraba ser más digna y coherente que el hombre actual. Con estas reflexiones la puerta se abre, mi adorada editora que llamaré Bélit, me saluda y me ruega que pase a su despacho.

Aunque el guiño es evidente, ella no era el tipo de mujer de las que se beneficiaba el violento personaje al que hacía referencia; pero tenía su punto. Morena, de mediana edad, voz quebrosa, oscuros ojos que denotaban intuición para los negocios, y un aire de niña aplicada y buena estudiante que parecía que le había acompañado toda su vida, hasta al tiempo presente, que daba imagen de empresaria pulcra e inteligente. Siempre pensé en que, si me la tiraba, a lo mejor tendría algún trato de favor. Supongo que, porque en cierto modo, era el rol superior, y, claro, ella decidía lo que era publicable y lo que no. La autoridad. ¿Y quién no quiere tirarse un símbolo de poder y, encima, femenino? Pues yo, sí. El caso es que empezó su disertación haciéndome bajar a la tierra. Lo cual siempre me ha molestado. Me gusta mucho soñar y me quedaría siempre allí; es más agradable que la realidad.

El mundo material al que estamos apegados está lleno de cadenas, pero el mundo inmaterial es infinito; sin normas ni dogmas, ni ley que lo rija. Y hago con mi imaginación lo que me plazca, ¡como en mis novelas! El triunfo de la fantasía sobre la tristeza y la vida gris. Y, a veces, solo a veces, siento que ese universo de luz y de eternas posibilidades sea el real; y, este, solo sea un sueño «oscuro» del que hay que despertar. Quiero creer que es así. A menudo, incluso, lo puedo sentir. La magia existe; solo hay que dejar que nos toque.

–No puedo publicar tu último trabajo.

–¿Por qué?

–Nos vas a meter a «Ediciones Teta» en un problema. Tus narraciones son muy agresivas en lo sexual; ¡las feministas, y asociaciones de mujeres, se nos van a lanzar al cuello!

–¡Joder! ¡Qué mierda! ¡Siempre la misma cantilena! ¿Y cómo follan ellas, si puede saberse? ¿Por qué no se quejan de las guerras, del hambre, de la injusticia, y dejan que cada uno disfrute del sexo como le plazca cuando no hace daño a nadie?

–Mira, a ver si te enteras de una vez –suspiró–. Tienes que ser más sutil, más elegante. Son las mujeres las que leen y compran libros, ¿es que aún no te has enterado? –me abroncó–. Te voy a imprimir unos pasos, que se me han ocurrido, para mejorar estos textos tuyos que no hay por dónde cogerlos…. ¡Mierda!

–¿Qué ocurre?

–¡La impresora no funciona! –exclama Bélit y, rauda, por línea interna llama al secretario que se persona a los pocos segundos.

–Dígame, directora – acudió inmediatamente un joven con gafas y delgado, casi famélico, con aspecto de «Pitagorín».

–Mira, ya sé que es viernes, que estamos a punto de cerrar, y que ya solo quedas tú en las oficinas pero, por favor, ve al almacén y tráeme un tóner nuevo.

–De acuerdo –respondió servil–. Vuelvo enseguida.

–Gracias.

Nos quedamos solos, pero para mi desgracia, seguía con su soliloquio indicándome cómo debo seducir con mi lenguaje, cómo ser más inteligente con mi narrativa, y un montón de soplapolleces, que para qué os voy a contar. Claro que mi cuerpo estaba allí, en ese despacho, pero mi mente no. Pensaba: «¿Qué haría Conan ante este desaguisado?». Seguro que huir en su corcel, o ir a emborracharse a una taberna oscura llena de asesinos y forajidos como él y, para mi disfrute, todo acabaría con una estupenda pelea, donde acabarían heridos y magullados, con el Cimmerio dando buena cuenta de ellos. Y, para acabar la aventura, buscaría la intimidad de unos aposentos con alguna fémina de dudosa reputación.

–Mira, ¿has comprendido? No puedo publicarte este trabajo, este «El diario del buen amor», ¿lo entiendes? Debes rectificar y… pero, ¿cuándo vendrá este chico con el tóner? –se preguntaba cada vez más impaciente.

–Verá, directora –dije levantándome y, en ese instante, sentí correr la sangre bárbara de mi héroe de la infancia–, creo que vemos las cosas de manera diferente. Me pide usted «matar» al protagonista. Hacerle un pusilánime, un personajillo romántico tipo Corín Tellado, y por ahí no voy a pasar…

–¿Qué insinúas?

–Insinúo que usted leyó muchos cómics de «Esther y su mundo», y me parece que ya somos mayorcitos, ¿no le parece?

–Mira, no te entiendo y no sé dónde quieres ir a parar –balbuceaba nerviosa.

–¡Pues exactamente quiero ir «aquí»! –contesté solemne, bajándome la bragueta e indicando mi «espada salvaje» que pedía revolución.

–Pero, pero, ¿tú estás loco? Mira, compórtate, ¿eh?

–Le voy a enseñar lo que es un «verbo» elegante, directora.

–¡No te tolero! ¡Por Dios, el secretario va a volver con el tóner en cualquier momento! –exclamaba ya fuera de sí.

–Mientras ese buen chaval va a por el tóner… ¡Yo le voy a poner a usted a tono! ¡Por Crom!!! –aullé invocando al Dios de mi héroe y acerqué su protestona boca a mi sexo.

No sé si porque las circunstancias le sobrepasaban, o porque en ese momento yo era el bárbaro que siempre soñé ser y que toda mujer desea en su inconsciente, dio buena cuenta de mi afilado «cuchillo».

–Pero, pero… ¡Mmmmmm…! ¡Mmmmmmmm…!

–Relájese, así, así… ¿Ve? Ahora más tranquila, ¿verdad? Si es que no es bueno excitarse…–señalé con la seguridad de que las mujeres necesitan humildad, y eso se consigue comiendo rabo.

La directora, en trance, sobrepasada por las circunstancias quizá, empezó a explicarme esos pasos, con «sumo detalle», para mejorar mis textos.

–¡Siga así! ¡Siga!!! Le voy a dar el happy ending que tanto me ha reclamado. ¡Un superventas! ¡El best-seller que usted deseaba!!! –vociferé al eyacular todos los sujetos, verbos y predicados del universo conocido.

–¡Diosssss…! ¿Qué hemos hecho? –se preguntaba mi, ahora más que nunca, queridísima editora.

Oímos la puerta. El secretario «Pitagorín» se acercaba de su quehacer y nos pusimos dignos; uno frente al otro. Ella se acicaló como pudo, y yo guardé mi «pluma estilográfica» en su tintero. El chico entró y dejó el tóner en la mesa. Pidió retirarse y la directora le deseó buen fin de semana. Yo también pensé que debía tomar las de Villadiego, que allí ya no había más bacalao que cortar. Mi carrera de escritor acababa aquí y me puse a marchar de la forma más digna que se me ocurría: huyendo. Justo en el momento en el que iba a salir del despacho, un carraspeo a modo de atención, me hizo volverme. La editora tenía una sutil y brillante mueca en su rostro. Nunca la vi así. Por un momento, me dio miedo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y sentí caer por mi frente un helado sudor.

–Mira, lo he reconsiderado y creo que empezaremos con una primera tirada de 100.000 ejemplares para «El diario del buen amor» –dijo a modo de sentencia– ¡Has mejorado mucho! ¡Te felicito!

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«Las locuras que más se lamentan en la vida de un hombre son las que no se cometieron cuando se tuvo la oportunidad» (Helen Rowland)

Ahí estaba. Aburrido en la sala de espera de mi loquero bonachón. Ojeaba una revista de cotilleos para matar el tiempo. Me fijaba en esas mujeres tan hermosas de vestidos tan ostentosos y elegantes. Siempre me detenía en las modelos más atrevidas con escotes y faldas más generosos. Entró la chica de mantenimiento. Iba con los cascos de música puestos. Se dedicaba a barrer y vaciar las papeleras. Ella estaba en su mundo. Ni reparó en mí, pero yo sí en ella. Estábamos solos. Era el último paciente y pude observarla sin rubor. Tendría bien pasada la treintena. Bajita. Vestida de uniforme blanco sufrido. Acertaba a ver un tipo formidable y un culo de infarto de esos con los que se fantasea dejar más «rotos» que un pantalón hippie. A mí me gustaban así; pequeñitas y voluptuosillas. Acerté a ver un lindo lunar cerca del labio superior derecho. En ese momento, me llamó el campechano «curalocos» al que le gustaba recibirme informalmente.

– ¡Adelante, muchacho!

–Gracias, doctor Castaños.

Salí de la sala de espera sin que ella reparara en ninguno de nosotros mientras tarareaba alguna canción actual. Juraría que de Marc Anthony. ¡En música qué mal gusto tenía! Bueno, perfecto no se podía ser. El especialista en mentes enfermas me invitó a sentarme cuando entramos a su despacho. Y comenzó el ritual sin escapatoria: «Qué tal estas. Te voy a mantener la medicación. Tienes un trastorno obsesivo compulsivo de manía al orden y al control. Repites enfermizamente actos cotidianos por tu inseguridad. Usas el sexo como arma para reafirmar tu masculinidad. Te evades de la realidad muy fácilmente. Tu baja autoestima y culpabilidad te producen muchas neurosis ansioso-depresivas y blablablá». Además, yo ya sabía por fin la raíz de todo, ¡lo que me decía este buen hombre solo eran las hojas que mecía el viento!

Hace pocos días estuve en cama enfermo y la enfermedad me dio tiempo para pensar, acompañado de una revelación. La semilla que germinó en mí desde la tierna infancia. Yo era así porque vivía la vida que mi Aita habría deseado. ¡Libre y ácrata! Pero, al nacer yo, todo eso se frustró. Siempre me sentí responsable por ello. Y siempre parecía que nada de lo que hiciera sería suficiente para cambiar eso. Vivir su vida soñada no era más que la última forma de intentar que me quisiera y aceptara. Craso error. Convencido de no ser lo suficientemente «bueno» invertí años de mi existencia en competir conmigo mismo para perfeccionarme. ¡Qué triste! Al final hacemos lo que nuestros padres no han podido llegar a hacer. Queremos que nos amen y les honramos, de forma inconsciente, cumpliendo con lo que ellos, en su juventud, anhelaron. ¡Toda la vida tenía la respuesta delante! Y unas simples anginas me respondieron. Ahora quería liberarme de ese yugo. Perdonarme. Volver a la inocencia ultrajada. En ese instante, el teléfono de la consulta sonó. Mi amado doctor atendió y pronto se le cambió el rostro. Tras colgar, nervioso, me pidió que esperara en su despacho; que no tardaría más que diez minutos. Una urgencia que no acerté a escuchar bien le reclamaba. No porque no oiga bien, sino porque tenía razón, me evadía con suma facilidad y a los dos minutos dejaba de prestarle atención. Se largó raudo como un rayo, y allí me quedé. Aguantando el tirón. Cuando oí de nuevo el canturreo de la mujer de la limpieza. Delante de mí estaba la bata blanca de trabajo que el majete de mi doctor jamás se ponía.

Me sonreí.

–Disculpe señorita, ¿pero antes de irse puede darle un repaso a mi mesa? Está llena de polvo y soy alérgico a los ácaros.

–¡Ay, doctor, con sumo gusto! –respondió quitándose ufana esos malditos cascos del infierno.

–No sabe cómo se lo agradezco…

–Es un placer, doctor.

–Muchas gracias.

–¿Sabe que mi hija es hiperactiva y está en tratamiento? –me empezó a hablar mientras pasaba el trapo por la mesa y apartaba, como podía, informes de otros tan o más locos que yo.

–¿De veras? ¿Y está en buenas manos?

–Ay, doctor, gracias a Dios, sí. ¡Ha mejorado mucho!

–No sabe cuánto me alegro… –musité, mientras me acercaba a ella por detrás y la agarré, súbitamente, con decisión. Había poco tiempo, y me iba a saltar el «romance».

–¡Ay, doctor! ¿Qué hace? ¿Está loco?

–Cariño, desde que llegué aquí te he visto y deseado. Eres cruel porque jamás has reparado en mí. Siempre enchufada a esa música odiosa.

–¡Ay, doctor, no era consciente! Yo… –acertaba a responder con turbación.

Le di la vuelta y le comí la boca, como un náufrago en el desierto que de repente vislumbra un oasis y corre a saciarse. Al principio asustada, y más tarde respondiendo a mis deseos tímidamente. Sobé sus pechos con descaro. El uniforme sobraba y, tenaz, le desabroché la parte superior hasta poder asombrarme de las impecables grandiosidades que me esperaban. No me habían defraudado y me propuse a degustarlos. Habían nacido para ser mamados; y yo para dar excelente cuenta de ellos.

–¡Ay, doctor, esto es una locura!

–Tengo que darte un tratamiento «especial». –dije, poseído, mientras me bajaba la bragueta, y sacaba la «receta médica».

–¡Ay, doctor, esto no está bien!

–¡Por favor, nena, coge mi «micrófono» y cántame una de esas canciones que tanto me gusta escucharte cuando limpias! –dije con falsedad y desfachatez. Desde luego, qué asco me doy a veces.

–¿De veras le gusta cómo canto?

–¡Sí! ¡Qué porras! ¡Mi corazón palpita al oírte!

–¡Ay, doctor, es usted tan dulce! –y ufana bajó a por esa medicación tan «especial» que tenía para ella entre mis piernas; abarcándome con su boca ansiosa.

Es que una mujer que me sabe atender me hace feliz. Me hace olvidar de obsesiones, culpas, traumas infantiles, y demás polleces teóricas y conceptuales. Además, su lengua conocía su misión. Era una licenciada de los besos prohibidos. Poco iba a durar mi sexo en compañía de tan buen hacer y proceder. Reclamaba su diagnóstico individual e intransferible. Y yo se lo iba a ofrecer; como profesional de la medicina que era.

–¡Toma receta con copago!!!

–¡Mmm…!

–¡Joderrr! ¡Para que luego digan que no tenemos una Seguridad Social de calidad! –bramé– ¡Ha sido increíble!

–Ay, doctor, ¡qué rico! ¡Nunca imaginé que en este gris ambulatorio había alguien tan hombre, prodigioso y viril como usted!

–Quedamos pocos así, la verdad. Mira mona, me agradas, pero ahora debes irte. Mi paciente va a entrar en cualquier momento y no es de recibo que nos vean en esta situación. ¿Te haces cargo, verdad?

–¡Ay, doctor!, puede estar usted tranquilo y confiar en mí –me respondió con satisfacción, mientras se abrochaba la ropa y acicalaba su pelo.

Se adecentó rápida y, en la puerta del despacho, justo antes de despedirse, me mandó un besito cómplice. ¡Qué maja!

–¡La volveré a llamar a consulta, señorita! –amenacé pícaro.

–¡Ay, doctor!, por favor, ¡hágalo!

–Adiós –me despedí disfrazando mi impaciencia. El tiempo se me echaba encima.

–¡Adiós, doctor!

Como un resorte salté tras perder su visión. Dejé la bata en su sitio y desordené la mesa lo más parecido a como estaba originalmente. Me senté y respiré hondo. El «curalocos» entró mascullando algo justo en ese momento; cerrando tras de sí. Excusándose de nuevo por su ausencia, y por haber tardado más de los diez minutos que me pidió.

Le contesté cortésmente, con la educación que da haber ido a un colegio de pago, de que no se preocupara y que pelillos a la mar.

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