CREPÚSCULO (EL DIARIO DEL BUEN AMOR – REMASTERED)

Publicado: 21 noviembre, 2021 en El Diario del Buen Amor

«Vacía la mente y encontrarás la felicidad, sal de la mente y encontrarás la eternidad» (Budismo zen)

La meditación. Eso es, ni más ni menos. El momento del abandono en la acción del cuerpo y el apagado mental. Pedalear suave. Cadencioso, con el respirar armonioso y profundo. Desconectar para conectar. Poco más de una hora queda para que el sol se ponga. Para mí, es uno de los momentos más sublimes; más placenteros. Generalmente, a la gente le gusta salir a primera hora de la mañana, se sienten más llenos de energía y, dicen, aprovechan más el día. Yo, no. Prefiero salir a media tarde e ir regresando cuando la noche empieza a llamar y feliz voy a su encuentro. Mientras la luz se va a apagando, yo me apago con ella. Es el descanso. La emoción. El silencio. El nirvana existencial de la bici y el ciclista. La muerte florida. La nada absoluta. La felicidad plena del ego que se disuelve y fallece con cada día: porque así es siempre, y ya está. Solo «soy».

Me levanto. Apoyo mi cuerpo en la parte delantera. Empujo un poco y subo el ritmo. Sin pensar, como dicen que hacen los sabios, por instinto; porque es lo que toca, y no me pregunto lo que no tiene respuesta. Es así, porque debe ser así, y nada más. Vuelvo a sentarme. Miro a mi derecha. Veo el paisaje de mi bella Bizkaia, con el Valle y La Arboleda al fondo, en media hora estaré el mi hogar. Bajo piñón y vuelvo a subirme encima de la bicicleta. No sufro ya; solo gozo. El tiempo se detiene y cada pedaleo es eternidad. No querría hacer otra cosa más que la que estoy haciendo en este momento. Ni estar en ningún otro sitio que donde me encuentro ahora. Sigo. Miro, esta vez, a mi izquierda y veo la ría. Calmada. Lenta. Con su imparable seguir, como yo sobre mi amiga de metal, con su misión infinita; ella tampoco se pregunta nada.

Y todo es como debe ser.

Acabo de pasar Sestao y, entro en dominios de Barakaldo, con la ría siempre a mi lado emocional; y así será siempre que vuelva por ese camino. El sol ilumina en tono rojizo las capas de la atmósfera. Es el crepúsculo. El momento mágico donde, el padre sol, va dejando el espacio que ocupará la madre luna. Y ese rojo intenso del cielo, parece que invade todas las células de mi ser, me hacen sentir vivo; es cuando más belleza veo en el mundo y cuando más iluminación siento en el planeta. Entonces, sonrío. Porque sí; porque es lo que toca. Paso Cruces y cojo el Bidegorri de Olabeaga. La impasible ría bilbaína de espectadora. La gente está dando paseos. Departen y debaten sus ambiciones, deseos, fracasos y éxitos. Otros se recogen, con sus miserias unos y alegrías otros. Algunos sacan sus perros y comparten un momento de paz con ese animal de compañía que no te juzga; solo te quiere porque sí. Cruzo el Casco Viejo, de por siempre corazón juvenil, donde la fiesta, los desengaños, la aventura, el alcohol, el sexo, la música, las luces mate de las farolas; los cajeros quemados, las tribus urbanas, los ideales, los sueños, y el amor, están aquí reunidas para tantas generaciones de bilbaínos y bilbaínas, condensadas en ese espacio de energía vital; viejo de nombre, pero joven de alma. Y yo siempre lo he conocido así y nunca me he cuestionado por qué; es así, y ya está.

Llego a mi barrio actual de Atxuri. Cruzo el parque con mi «amante» de aluminio. Agradeciéndole su existencia y el servicio que me presta. Una ráfaga de pasión insatisfecha llueve en mi mente. Me doy cuenta de que aún no quiero bajarme del éxtasis de pedalear. Decido que yo, el casco, las gafas y los guantes en el manillar, van a continuar como un solo cuerpo unos kilómetros más allá. Mi máquina nunca me contradice mis pasiones. Nunca se pregunta su misión en la vida. Es una bici y estoy seguro de que, aunque inerte, es feliz porque sabe de su naturaleza; y no la discute. Ha nacido para ser montada, disfrutada, y libre. Y, tras una tarde de esplendoroso pedalear, me doy un postre de amor por la ciudad, con el sentido reconocimiento de su dueño. Ni yo ni «ella» tenemos conflictos en esta perfecta relación; es el convenio ideal, y eterno, porque así lo ha querido la providencia. Así es, y será por siempre; y ya está.

Cojo el camino de Los Arcos dirección al barrio bilbaíno de La Peña. Pienso en mis gatos que me esperan en casa. Mis felinos de amor incondicional. El macho, Micifú, siempre a mi encuentro pidiendo atenciones a raudales; y la gata, Kuka, desde la distancia observando, haciéndose la distraída, y si me explayo en los mimos a su compañero de travesuras, decorosamente, se acerca celosa. Medito en ello siempre acompañado por la ría. Esta vez, a mi derecha; en este día perfecto. Con la tranquilidad de haber dejado ya todo mi fuego en el asfalto. Todas las capas de lo que creo ser las he abandonado en la carretera. Solo quedo yo, mi alma gozosa. Me seco el sudor de la frente mientras cruzo el puente y cojo carretera Buia. Visualizo Montefuerte a mi izquierda. Tras un poco menos de un kilómetro de subida y, pasando un túnel bajo la A-8, casi a continuación, otro túnel. Esta vez, bajo la A-68, cojo una vieja carretera que fluye hacia mi diestra. Me dirijo a Bolintxu. El asfalto acaba y un camino se adivina. Es la hora de la ruta por piedras y tierra. Gracias a Dios el camino está seco. Paso una valla y sigo. Subiendo la senda en busca de la paz del Valle, donde fluye su arroyo de mismo nombre, que nace en el lado norte del monte Pagasarri. Tras unos metros accidentados subiendo por la pista, donde incluso me debo bajar de la bici, por fin llego donde deseaba.

Este lugar me reconforta.

Leí que antaño, a finales del siglo XIX, se construyeron dos presas para abastecer Bilbao. En su día este lugar fue un área de recreo y ocio. Sin embargo, el tiempo, el desuso y la contaminación, en los años 60 de una cantera a pie del monte de Pastorekorta, lo dejaron malamente, y destrozaron la piscifactoría del lugar. No obstante, a día de hoy, me resulta encantador. El abandono humano es también el resurgir de la madre naturaleza. Este sitio es la prueba de que todo lo que toca el hombre es contaminado y que, cuando este no está, resucita. Y cuando quiero meditar, o abandonarme, busco el enorme tubo que construyó el Consorcio de Aguas de Bilbao. Este tubo cruza todo el valle de un extremo a otro. Me ubico en el extremo opuesto a las canteras, desde donde se puede empezar a subir el Pagasarri. Dejo mi bici y me siento a respirar el silencio. Contemplo el orgásmico final del día que huye. El ocaso. La feliz muerte. La oscuridad que llega con el sol que se pone y mece tras las montañas. Rojo cielo. Empiezo a escuchar la música del silencio y la vacuidad. La partitura llega a sus últimos compases. Es un momento mágico. Ojalá la loca mente humana no recuerde este lugar más que lo necesario y se quede así para los que sabemos apreciarlo. Protegido por el Pagasarri y el Arnotegi. Debajo la inmensa caída. El vértigo y la adrenalina. Con placer, respiro su vegetación; robles centenarios, fresnos, alisos, helechos paleotropicales

El hombre, en su afán insaciable de cambiar todo, de jugar a ser Dios, no hace mucho, casi acaba allí una variante de la red de autopistas llamada la «Súper Sur». Yo la llamaría la «Súper Mierda». Este tipo de cosas nos definen. Arrasamos lo natural en nombre de la comodidad. Al final, menos mal, decidieron terminarlos en las faldas del Pagasarri a la altura de la antigua cantera del Peñascal. Dicen que éste lugar es un entorno a cuidar; una joya de Bilbao. Entonces, me pregunto, qué informe medioambiental ha pasado la prueba de construir aquí cerca. Pero no quiero hacerme mala sangre y decido mirar en mi espejo interior. Solo tengo paz en estos momentos; en la soledad acompañada de más soledad. Desprecio al ser humano tanto como me desprecio a mí. He intentado ser «normal» y no ha funcionado. El último paso fue aceptarme como soy. Volver al camino que quema en mi corazón, pero con una sonrisa. Sí, ¿y el amor? Me cuesta sentir empatía por el otro y los momentos que decidí seguir las «normas» fueron los más estresantes de mi vida. Si pudiera tan solo retener este momento de dicha por un momento. O, tal vez, sí pueda; solo tengo que seguir. Seguir pedaleando. El silencioso «sifón» del Consorcio de Aguas parece que me habla. «Ven», me dice. El abismo que recorre un extremo del otro, y bajo su plácido arroyo, que va a desembocar al Nervión. Esta vaguada que cruza la tubería siempre me ha atraído. Su camino es la respuesta y el fin de mi sufrimiento. La desdicha se acaba al otro lado cogiendo el camino más recto.

Limpio mis gafas, con los últimos rayos de luz parpadeantes, y me las acomodo junto a mi casco. Aunque sé que de poco me va a servir allí a donde me dirijo. Tenso mis guantes y agarro mi bici. Pienso en mis gatos. Me vuelvo dubitativo por un momento, ¿qué será de ellos? Entiendo, entonces, que es una excusa, mañana cualquier montañero me encontrará y mis aitas se encargarán de ellos. Me gustaría decirles que les quiero antes de partir. También, una última vez, acariciar los lomos de mis felinos, con el ronroneo sanador que tantos años ha aplacado mi loco ego. Es la hora y el momento. «Ven a mí», me sigue reclamando el valle. Mi bicicleta ya está lista; y yo también. Me acomodo en el sillín y acaricio su cuadro. También le muestro mi gratitud. Supongo que querer más un cacho de aluminio, que los latidos de muchos de mi especie, me da más fuerza y coraje para el reto de volar. Cierro ojos. Inspiro profundo hasta el abdomen. Mi pierna derecha sube el pedal hasta la altitud necesaria que necesito para un golpe de riñón seco. Como el final de un sprint donde busco llegar primero a meta. Cuento hasta siete, antes de abrir mis párpados, y doy la primera pedalada. La acompaño con mi izquierda y le doy el empuje definitivo.

Voy para no volver.

Paro mi mente. Una sonrisa sutil y relajada ilumina mi rostro. Mi latir se acompasa y ralentiza. Mi corazón solo «es». La luz y la oscuridad, junto al último rayo de luz del día, hacen el amor como amantes eternos que son. Me diluyo en el espacio-tiempo y ya no soy yo. Abrazo la eternidad. Ya no hay dolor. Ni traumas. Ni sufrimiento. Siempre es ahora y nunca es mañana. Abro los brazos como el líder que llega al final de una dura batalla y agradece, mirando al cielo, la fortuna que ha tenido de no solo llegar vivo; sino también, victorioso.

Entonces la paz me encuentra, y solo «soy».

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«EL DIARIO DEL BUEN AMOR» (REMASTERED – 2023)

*Puedes descargarte, gratuitamente, estos relatos:  LOS CREPÚSCULOS MUEREN A LO GRANDE, KRIPTONITA FEMINISTA , DOS FUGITIVOS de Ritxard AgirreINSTINTO,  «TARÓTICO. Un viaje sexpiritual» (REMASTERED – 2023) y MI MANERA DE AMARTE SIEMPRE de Ritxard Agirre

Ritxard Agirre – https://ri2chard.wordpress.com/

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