Imagen de «San Mamés de Capadocia» en la ermita de Leioa
Hace poco, el reciente 17 de agosto, se festejaba el día de San Mamés.
Para “celebrarlo”: por la mañana escribí, a mediodía pedaleé hasta la ermita que hay en su honor, en Leioa, y por la tarde quedé con un amigo a beber cerveza. Ya tengo en mi blog una entrada sobre este santuario —San Mamés de Capadocia—, aunque no había conseguido fotografiar el interior ni a su santo. A sabiendas de que en su festividad lo abrían, no dudé en acudir. ¡Bicicletas y ermitas! Uno de mis hedonismos. Y los hedonismos, cuando son blancos, hay que respetarlos.
Sé que a muchos este plan les parecería banal, terrenal, nada emocionante inclusive. Pues bien, esa es la clave para que sea ideal: que no sea emocionante. Las emociones desgastan, y mucho; su precio es elevado. No hay nada como la paz y la armonía. Al menos yo, no conozco nada mejor. Cuando entendí esto, sutilmente, “comprendí” (casi) todo.
Hay bastantes «recursos de vida» para acariciar ese pacto entre Dios y nosotros. Cada uno será su propio maestro en estas lides, y, en mi caso, —aparte de teclear historias, pedalear e hidratarme con zumo de cebada— también lo logro cocinando (alquimia casera), limpiando mi cueva o contemplando el crepúsculo mientras mateo, por decir algunas. Pienso que “estar conectado con el cosmos” —supongo yo— es «estar conectado», concentrado.
La conexión con «lo supremo» suele estar en un 90% en uno mismo; el restante aparece en aquellos momentos compartidos con el prójimo, sociabilizando. Eso sí, la dosis de sociabilidad depende de cada individuo y de lo romantizada que tenga dicha idea.
Pero hoy no vengo a escribir sobre “cositas metafísicas” o espirituales, o tal vez sí, porque vengo a reseñar un libro y ¡leer también conecta! No me enrollo más. ¡Al turrón! Voy a recomendar un cuento de John Connolly titulado «El libro de las cosas perdidas» [2006].
He escrito «cuento» porque lo es. (El patrón universal de los cuentos corresponde al tránsito del niño a adulto, transcendiendo sus demonios y miedos). Pero tengo mis dudas de que sea para niños. Más adelante diré el porqué. Lo que sí adelanto es que esta obra del autor irlandés —más conocido por sus éxitos en el género de la novela negra— es la mejor que he leído en lo que va de 2023.
Kuka y «El libro de las cosas perdidas» [2006].
Con mucho acierto, Connolly mezcla los cuentos clásicos («Alicia en el país de las maravillas», «Cenicienta», «Blancanieves y los siete enanitos», «Caperucita Roja», «Hansel y Gretel», etcétera) con el viaje que David emprende para encontrar a su madre; e, incluso, para regresar con vida a la vida conocida. El mundo de los cuentos es hostil y, en no pocas ocasiones, cruel.
En este punto del post, mejor me abro. ¡Sí!, ¡piso el freno, Filomeno!, porque no pienso chafarle a nadie la aventura ni hacer spoiler. Lo que sí voy a puntualizar es por qué me surgen serias dudas de que este libro sea para niños. John Connolly gusta de lo truculento. Lo he comprobado en otras de sus obras, por ejemplo, en las recopilaciones de historias cortas —«Nocturnos», de 2004, y «Música nocturna», de 2015— y en la novela «Todo lo que muere» [1999], por la que es más conocido y que corresponde a la primera de una serie detectivesca con Charlie Parker como personaje.
Cuando digo que “gusta de lo truculento” me refiero a que se regodea —o al menos no huye— del «estilo gore» en sus descripciones de muertes, asesinatos y otros actos viles. En este libro, aunque sea un cuento, no se corta. Tampoco quiero ser un zoquete inflexible en mi opinión, así que, si usted es padre y ve esta reseña, mejor léase primero el libro y decida después si permite que su retoño lo hojee.
En esta obra literaria, a pesar de las licencias del autor, observo una firme defensa de los cuentos tradicionales con los que nos hemos educado la mayoría y cuya temática principal radica en la evolución —física y moral— de la infancia a la madurez y, por tanto, el descubrimiento de la mortalidad. El punto de partida, en la generalidad de los cuentos —e igualmente en «El libro de las cosas perdidas»—, es un profundo dolor. El detonante aquí, para que David inicie su particular (y necesario) viaje de (auto) superación, es la pérdida emocional.
En el actual posmodernismo vemos, yo con espanto, cómo se pide la revisión ipso facto de las obras de autores clásicos para tacharlos de machistas o racistas, o cualquier otra paparrucha que se les ocurra a algunos individuos —y ciertos colectivos— con el cerebro lleno de diarrea. Esta época de “buenismo” y de «dictadura de las emociones» ha hecho que Occidente, en su carrera por ser los más inclusivos y los más “progues”, haya abierto tanto la mente que se le ha caído el cerebro. ¡Atentos!, porque el escritor de Dublín, con un humor fino —finísimo, más bien— pone, en algún que otro pasaje descacharrante del libro que te presento, su crítico granito de arena a la posmodernidad.
¡Salud y pedales!
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