DOS FUGITIVOS

Publicado: 25 diciembre, 2023 en El Diario del Buen Amor, Relatos y cuentos, Retazos, Tarótico

Sentados en un bar de la ciudad, uno frente al otro, con la intención de hablar de nuestras vidas. Esa era la idea. Ver en qué punto estábamos. Si habíamos cumplido nuestros sueños —aquellos sueños de la adolescencia salvaje— o llevado a cabo los proyectos que teníamos en mente.

Pronto quedó claro que lo único que nos había llevado hasta allá era la curiosidad por descubrir si seguía ahí «aquello» que compartimos en su día: la complicidad, la química y esa atracción indescifrable que, a falta de mayor explicación lógica, une a las personas.

Nos tomamos el café —bueno, él un crianza— contestando entre risas nerviosas las obviedades e intentando desviar la atención de lo único en lo que realmente pensábamos: en devorarnos con la misma fiereza con la que lo hicimos en un pasado no tan lejano.

Ninguno nos atrevíamos a abordar el tema. Pero ahí estaba la cuestión, palpitando como una enorme caja de Pandora. Imposible no verla. Nos transformamos en dos adolescentes de instituto lanzándose indiscretas miradas. El deseo cabalgaba entre ellas. Era ese instante —justo ese significativo instante— en que los caminos se bifurcan: cuando la vida sucede o cuando se huye de ella.

En estos casos, siempre sé que, haga lo que haga, me voy a arrepentir. Ya no soy una boba quinceañera, así que prefiero elegir el arrepentimiento menos doloso.

Mi pierna fue gamberra y llevó la delantera, buscando la suya. Es curioso como un toque secretista cuenta más que una hora de intrascendente charla. Entonces, él hizo lo que había que hacer: ser hombre.

—Vámonos. Mi piso no está muy lejos.

Mis pupilas se dilataron y él comprendió el mensaje. Yo necesitaba poesía, y me la regaló.

—No necesitamos mucho más para emprender la huida, pero juntos, como dos fugitivos.

No recuerdo el caminar hasta su portal y, una vez dentro, nos miramos —es un decir; más bien nos comimos— esperando al ascensor. Las muestras de cariño en público siempre me han parecido una cursilada, pero, una vez dentro del elevador —con todas las resistencias descartadas—, corrí a sus labios y nos besamos con la impaciencia de un niño por su regalo de Reyes.

Llegamos hasta su piso sin despegar nuestras bocas. Y un déjà vu1 invadió con furia mi corazón.

Albergaba la sensación de haber llegado a un lugar seguro, lejos de las miradas indiscretas, lejos de los sentimientos fingidos, lejos de la mediocridad. Y me sentí feliz, poderosa, con la autoridad de desnudarme sin prisas ni vergüenzas.

Parecía que no habían pasado los años desde que nuestra relación se interrumpió y quedara congelada en el tiempo, como esperando que el hechizo se deshiciera en algún momento.

Pero… Hay hechizos demasiado densos, de esos que necesitan de varias reencarnaciones para diluirse.

Él me deseaba como los brotes de yerba entre los adoquines de las ciudades, igual que la vida busca cualquier resquicio para crecer, como si fuera algo eterno. Justo lo que buscamos las mujeres: lo inmortal. ¿Acaso merecemos menos?

Me abalancé sobre su cama. Oliendo las sábanas. Esperando su abrazo. Cuando se quitó el abrigo, se acercó con parsimonia bucólica. Sus ojos me alimentaban, mirándome con detalle reverencial, hasta que se quedó a mi lado.

Y más besos.

Besos como ladrones traviesos que nos quitan la ropa.

Mientras mi niño daba buena cuenta de mi seno izquierdo, rememoré aquellas tardes en las que no existían los tabúes y éramos libres de saciarnos.

A este bellaco siempre le gustaron mis pechos, y siempre le gustarán. No soy mujer que disfrute mucho de ser besada en esta zona del cuerpo, pero solo con ver su grado de adoración hacía mío su placer. Mío y… multiplicado.

No podía hacer otra cosa que dejarme llevar. Ya no era mía. Era suya. Ser sumisa, para ser fuerte. No ser, para «ser». La confianza total como prueba de amor supremo.

Mis manos acariciaron su torso, deleitándose en cada gesto. Pero el hambre —como el forofo exaltado en San Mamés— empezó a rugir y exigió su parte del pastel. Me dominaba. No podía —ni quería— retrasarlo más. Me arrastré por su piel, buscando con mis labios su placer y tratando de calmar, con las manos extendidas, su agitado pecho.

Ahora él era mío.

Salió de su garganta un gemido de sorpresa. Sabía que lo recordaba. Sabía que un anhelado recuerdo golpearía su conciencia.

Y yo quería hacer realidad cada pensamiento líquido que él hubiera podido tener a lo largo de aquellos años.

Esa tarde que moría no iba a sufrir, al menos, de ensoñaciones húmedas.

«No, mi fugitivo, no», me sonreí rumiando.

En aquel crepúsculo sus ilusiones se iban a materializar.

Mis labios subían y bajaban con vicio. Buscando su mirar. Recordando los sabores —y debilidades—de su intimidad. Sintiendo desbordar su deseo reprimido. Me llenaba tanto hacerlo…

Mirarle con esa depravación. Decirle sin palabras lo que yo era en ese momento —y en esa cama— para él. Abierta al placer. Complaciente con sus deseos. Partícipe de sus lujurias. Compañera de sus fantasías

Le cogí las manos y las coloqué en mi nuca. Necesitaba su masculinidad: sentir sus manos en mi pelo, agarrándome, marcándome el ritmo, ¡sentirme dominada! Aunque, pareció excitarlo tanto que temí que todo terminara en ese momento.

No lo iba a permitir. Iba a ser «egoísta». Por mí. Por él. ¡Por los dos!

Me detuve. Tomé aire. Mientras me relamía, le sonreí con picardía y esperé unos segundos. Esperar, para regresar. Lo acaricié con mis manos encendidas —deslizantes—, apretando y soltando suavemente, jugueteando a las miradas sucias con la lengua sedienta.

Quiso entonces, mi niño, cambiar la dinámica de poder y —soltando mis manos y tomándome de los brazos— deslizó con mimo mi cuerpo para indicar que me quería sobre él. Accedí. Porque yo siempre hago lo que me piden solo si me apetece.

Porque sí, así de femenina soy.

Mordí con suavidad su cuello, besando su piel, y me coloqué de tal modo que podíamos sentir el fuego palpitando entre nosotros. Una de sus manos en mi espalda. La otra, en mi trasero. Con un movimiento viril —y tiernamente matemático— cambió mi posición para verme, esta vez sí, consumadamente dominada bajo su cuerpo.

Entendía por qué me gustaba tanto este cabrón. Y es que siempre ha sabido más que los «ratones coloraos». Cambiaba con pasmosa facilidad de niño a hombre. Era un tiovivo de emociones. Un bribón impredecible.

Era tal la excitación que sentía, que creí que llegaría al orgasmo con apenas un roce accidental. Entre mis piernas se abrigaba el ardiente grito de mi humedad insatisfecha, deseosa de que entrara con todo su vigor. Y, ahí mismo, mi mente se doblegó y dejó hablar al deseo. No me da vergüenza decirlo. Hablé sucio, muy sucio, e hice que me hablara sucio.

Porque sí, porque me gusta.

Me encanta sentir como se rompen todas las defensas de mi cuerpo y el ego se esfuma y se va a tomar vientos. Eso debe ser el Nirvana: cuando las máscaras se caen y no hacen falta los gemidos fingidos.

Sólo suspiraba ya por una posesión más completa, su exposición y entrega total.

Confiaba en que compensaría mi ardor fundiendo mis muros sin resistencia posible. Le ofrecí mi trasero y, en posición felina y arqueando la espalda, abrí mis piernas para él. Se llevó un dedo a los labios para humedecerlo, aunque no hiciera mucha falta: el interior de mis muslos estaba tan húmedo que resbalaba al contacto. Cuando sentí su fricción en mí, creí volverme loca. Pero aún no había llegado ese momento. Aún profesaba el apremio de que fuera mío.

—Hazlo ya —le grité sin gritar.

Y, al fin, lo hizo.

Se quedó quieto dentro de mí. Llenándome con su sexo. Tocándome con sus dedos. Susurrándome obscenidades. Preguntándome con firmeza —una y otra vez— si me gustaba. Si aquello era lo que quería. Exigiendo enérgico que le contestara.

Apenas podía hablar, por culpa del inmenso placer que —mi niño, otra vez, mi niño— me estaba provocando. Al borde de la locura y explotando de placer dije su nombre. Contesté a todas sus preguntas con una sola respuesta. La única respuesta posible: un orgasmo que me dejó vacía, agotada y profundamente feliz.

De repente, el hombre regresó a sus ojos. Y comenzó a moverse en mi interior con más determinación. Poseyéndome con más agresividad. Me tiraba del pelo. Lejos de sentir ningún daño, solo me inundaba el gozo mayúsculo de ser el preciado objeto de su avidez y entrega absoluta.

Abruptamente salió de mi cuerpo y escuché su éxtasis, al mismo tiempo que su esencia se derramaba sobre mí, empapándome. Fue entonces cuando, en un silencio de la habitación, bailaron jadeos, sudores vitamínicos y sonrisas cómplices. Con el sol ya definitivamente pereciendo en el horizonte visto a través de la ventana, los dos fugitivos dejaron de huir.

1. La experiencia de sentirse familiarizado con un momento nuevo que se está viviendo.

*Este relato —«historia erótico-festivo-juglar», como decía un profesor mío de literatura— pretende convertirse en una «homenaje-regalo» para mis lectores. Muy en especial para los que me seguís desde el principio —desde mis raíces y mis dos primeras publicaciones (aporto enlace para descargarlas gratuitamente)—. ¡Gracias, porque juntos hemos hecho «camino»! Y ¡muy feliz Navidad!

*Puedes descargar, gratuitamente, este relato:

DOS FUGITIVOS de Ritxard Agirre

**Y, también, este otro: MI MANERA DE AMARTE SIEMPRE de Ritxard Agirre

***Y lo prometido: mis dos primero trabajos libres (pincha aquí)

Ritxard Agirre – https://ri2chard.wordpress.com/

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comentarios
  1. NeverMind dice:

    Qué regalo tan maravilloso para tus lectores aunque… Igual alguna de tus lectoras ha disfrutado de tu talento? ¿… No verbal ni escrito. Qué gran homenaje…

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