MI MANERA DE AMARTE SIEMPRE

Publicado: 14 febrero, 2024 en CICLISMO, El Diario del Buen Amor, Relatos y cuentos, Retazos, Tarótico
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«Tubo del Bolintxu» (Bilbao, Vizcaya)

Se acercaba la medianoche, y mis párpados rogaban ya bandera blanca. Pero, ¡misión peliaguda!, quería seguir trabajando en mi próximo libro. Así que tenía que trazar un plan. Y rápido.

En estos casos urgentes tiendo a resolver a lo cafre, es decir, recurro al mate. Me preparé la yerba y el agua caliente, y su efecto enseguida invadió mi cuerpo. Estaba listo para aguantar unas horas más y pasar la noche a mis anchas.

Aquel capítulo era un poco bellaco. Se me estaba rebelando y colmando mi paciencia, pero quería dejarlo liquidado. Pensé que un poco de música de fondo también podría colaborar y puse mi playlist. Comenzó a sonar Paradise by the Dashboard Light1. ¡Válgame Dios!

Con los primeros acordes me vino hasta su olor. Recordaba lo hedonista de su piel y su carne que había llegado a volverme, y supe que ya no me iba a concentrar. Entonces, me quedé momentáneamente sin aire y recalculé las posibilidades.

¿Y si era hora de partir peras y luchar escribiendo sobre aquel pasado affaire? Y es que el Cosmos es sabio y, a menudo, nos invita a sanarnos.

Tomé el primer sorbo caliente del mate —el más bribón y amargo— y mis dedos empezaron a danzar sobre el teclado.

– – –

Aquel día la vi accidentalmente —si esto del azar es posible— en el patio de un colegio. Ella iba a recoger a su niña de siete años; y yo le hacía un favor a mi hermana haciendo lo mismo con mi sobrino de seis. Al vernos, supimos que iba a suceder. Y sucedió. Porque cuando hay conexión no existe escapatoria; de modo que el cortejo no es más que un invento, una bagatela, para los corazones poco convencidos.

Ella (no diré su nombre porque soy un caballero) estaba casada y era madre de dos hijos. El mayor, un rapaz de diecisiete años que la traía por la calle de la amargura, era —me confesó— su ojito derecho. (Porque así son los niños botarates, pelmazos y algo gamberros: ellos cobran su carácter con amor).

Mamá y esposa eran su presente; dos poderosas razones por las que, en mi juventud, me dejó.

Pero una vez resueltas sus ambiciones tradicionales, yacía conmigo aquellas tardes en las que explicaba a su familia que «se iba a correr». Siempre me pregunté si, del mismo modo, se lo decía a su pareja con doble sentido… o no. Pero nunca se lo comenté a ella. No quería parecer un zángano maleducado, un entrometido; y, además, uno es, obviamente, un romántico incorregible. Y es que la paz y la felicidad de uno son las hijas de “saber cerrar el pico”.

Los años habían pasado por su cuerpo con elegancia y el deporte había afinado y endurecido sus muslos. Para haber dado vida un par de veces, hacía gala de un sorpresivo vientre plano.

– – –

Dejándonos de tantas monsergas y yendo al grano, en aquellas tardes de falso jogging ella se convirtió en mi musa. Confieso que cuando me abandonaba —por la seguridad de su marido y el calor de sus retoños— no escribía ni una línea. No, su hechizo no era efectivo aún. Pero al día siguiente garabateaba lo mejor de mí.

– – –

Todo iba, digamos, bien. Hasta que una tarde le pedí (ya saben ustedes) algo «especial».

—Siempre fuiste un pervertido —me espetó.

—¿Y te molesta? —le dije, poniendo cara de fingida perplejidad, cosa que se me da bastante bien.

—¡No seas cretino! ¡Al contrario! Pero es que nunca lo he hecho por ahí, ni siquiera con mi pareja.

Pensé en recular, por si el buen rollo reinante estuviera en peligro. Sin embargo, ella no me quitó ojo, ni desvió la mirada, mientras pensaba su respuesta.

—¡Lo vamos a hacer!

—Bueno, nena, no es necesario…

—Sí, sí que lo es —insistió.

Su tono me dejó sombrío. Algo ocurría. Y no tuve que esperar mucho para averiguarlo.

—Te voy a dejar. Mi marido está mosca. Tonto no es y algo se huele. Y puede que mi vida con él sea aburrida y, en ocasiones, decepcionante; pero le amo.

Ahora era yo quien la observaba, madurando en mi cocorota una réplica a la altura de las circunstancias.

—Eh, entiendo…

—Y no quiero perderle.

Asentí  como sólo puede hacerlo alguien que hace mucho adivinó que hay descubrirse ante los golpes de la vida. Esas hostias que uno recibe son maestros. Y la experiencia me había enseñado que, cuando pintan bastos, es mejor dar respuestas escuetas que arriesgarse con balbuceos incoherentes.

—Lo comprendo, de verdad.

Ella pensó un momento antes de continuar; y me susurró bajo, como si a las paredes les hubieran crecido orejas.

—Quiero que no me llames más; ni me pongas en peligro, ni te acerques a saludarme cuando me veas por la calle. Sé que lo cumplirás y, por eso, quiero que tengas algo exclusivo de mí. Y lo vas a tener, pervertidillo mío.

Con ese argumento final me ganó. Por eso y porque, dejémonos de sandeces, su culito siempre fue un rico manjar. De repente, sonó la pegadiza melodía de Paradise by the Dashboard Light en mi equipo de sonido y se puso a bailar desnuda. Por detrás, la acompañé, abrazándola, olfateando su perfume mientras el contoneo de su trasero —que me recordó, en cierto modo, a las gatas y su lenguaje de apareamiento— buscaba la lujuria en mi sexo. Cuando este empezó a responder como los bíceps de Popeye, ella, con expresión felina, me preguntó:

—¿No tienes algo que ayude a que… no me moleste?

—Lo tengo.

—Lo sé, me habría decepcionado si no lo tuvieras. ¡Era una pregunta retórica!

Saqué un gel especial para estos casos que ella impregnó bien alrededor de su ano virgen. Y yo hice lo propio con mi pene. Entonces, se me puso a cuatro patas.

—Así no, nena. Es menos doloroso si te colocas de lado.

—¿De lado?

—Sí, haciendo «la cucharita».

Me miró entrecerrando los ojos y con una sonrisa pícara.

—Eres incorregible. Quieres hacerme el amor incluso sodomizándome.

—Lo sé, nena. No tengo remedio…

Pronto hará un año de nuestra «despedida» e ignoro su paradero. No volví por el colegio. Mi hermana no ha vuelto a pedirme el favor de recoger a su hijo. Y, si alguna vez pretende dejarlo caer o insinuarlo, me hago el mameluco o le digo que estoy ocupado. Porque creo que lo mínimo que puede hacerse por una ex-amante es respetarla.

– – –

Cuando el mate se acabó, me tomé un descanso en la terraza para percibir el saludo de los primeros rayos de luz. Venía un día caluroso de agosto. Miré de soslayo mi PC.

En este ordenador he escrito —mientras empinaba el codo bastantes veces— muchas golfadas: algunas verídicas, otras imaginativas y, la mayoría, una mezcla de ambas.

En ese instante lo decidí. La nueva novela podía esperar e iba a terminar de dar forma a aquel borrador. Tal vez como un relato romántico. Y lo iba a programar, aunque aún quedaba mucho tiempo, para la entrada de San Valentín de mi blog.

¡Corcho! ¡Ella me lee! Lo hace —según me reveló— en las horas muertas del trabajo y, otras veces, antes de dormir. ¡Sapristi! ¡Le haré el amor una vez más! Y será —gracias a esta pequeña narración traviesa— de forma atemporal. Porque, muy cuca ella, —y, seguramente, tampoco para nada al azar— no me hizo prometer que no escribiera. Y porque, nena, un hombre puede amarte por siempre a pesar de no volver a hablarte jamás…

[1] Canción de 1977 compuesta por Jim Steinman e interpretada por Meat Loaf y Ellen Foley

*Puedes descargarte, gratuitamente, este relato: MI MANERA DE AMARTE SIEMPRE de Ritxard Agirre 

**Y si te gustó, puedes echar un vistazo a este otro: DOS FUGITIVOS de Ritxard Agirre 

***Además, mis dos primeros trabajos literarios libres (pincha aquí)

Ritxard Agirre – https://ri2chard.wordpress.com/

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comentarios
  1. Nevermind dice:

    Leo nostalgia, ternura, la belleza infinita de lo efímero que ha sido intensamente amado y que en nuestra mente, siempre seguirá igual, como la última vez que vivimos con esa persona nuestro momento de felicidad suprema. Ese recuerdo es un hogar, un refugio al que recurrir cuando las cosas se ponen feas y una declaración de amor eterno. Gracias por compartirlo con tus fieles lectores. Feliz San Valentín.

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